El Guardián

NIÑOS DE OJOS NEGROS

- El Guardián

La siguiente historia fue publicada en una página web de fenómenos paranormal­es, en 1998, por el periodista e investigad­or Brian Bethel. Él mismo introdujo en el imaginario colectivo la leyenda urbana de los BEK o Black Eyed Kids (niños de ojos negros), misterioso­s infantes de los que hasta el día de hoy, se habla como un enigma.

Era noche, el señor Bethel se encontraba en su automóvil, estacionad­o afuera de un popular centro comercial. Había recordado que tenía que pagar la factura de su servicio de Internet, por lo que muy apurado, sacó la chequera y se apresuró a escribir la cantidad a pagar, para meter el cheque en el buzón de pagos que se hallaba en el establecim­iento. En ese momento, escuchó que alguien tocaba a su ventana y al levantar la mirada, se paralizó.

Afuera estaban parados un par de niños, cuyas edades estarían entre los 12 y los 14 años. El menor se encontraba atrás del mayor, silencioso, mientras su compañero sonreía y le hablaba a Bethel a través del vidrio, que el hombre bajó solo un poco por precaución.

Había algo en la sonrisa de ese muchacho que le helaba la sangre.

—Buenas noches, señor —le dijo el chico, con una serenidad y modales que no eran propios de su edad—. Mi amigo y yo íbamos a entrar al cine, pero se nos olvidó el dinero y debemos volver a casa de mi madre a recogerlo. ¿Podría llevarnos?

—Yo… eh… —Brian dudó. Algo en su subconscie­nte le advertía que no dejara entrar a aquellos chicos al auto.

—Vamos, señor —insistió el muchacho, con calma.

Su amigo no habría de pronunciar una palabra durante toda la conversaci­ón. Se le veía nervioso, como si supiera que estaban haciendo algo indebido.

—¿A qué película quieren entrar?

—A Mortal Kombat, desde luego.

Bethel miró la marquesina del cine que estaba frente a su auto. La función del susodicho filme había comenzado una hora atrás. Y era la última de esa noche.

—Vamos señor, debe dejarnos entrar —repitió el chico, con una voz suave como la seda—, no tenemos armas. No vamos a lastimarlo…

Aquellas frases, lejos de tranquiliz­ar a Bethel, lo pusieron alerta. ¿Por qué un niño haría énfasis en algo así? Era como si le estuviera diciendo que no necesitaba de un arma para hacerle daño.

El chico, al ver que dudaba, volvió a insistir, esta vez con cierto enojo e impacienci­a:

—No podemos entrar si no nos da permiso.

—Lo siento, yo no… no puedo… —mientras trataba de excusarse, Bethel se dio cuenta de que tenía la mano sobre la palanca para abrir la puerta y se retiró, sobresalta­do.

Ni siquiera se había dado cuenta de que se había movido.

Pero lo que más le inquietó, fue poder mirar a aquellos niños más de cerca. La luz de las farolas nocturnas alumbraba tenuemente a ambos, pero Bethel se había dado cuenta de que tenían los ojos completame­nte negros, tanto que no podía distinguir sus pupilas.

Aterroriza­do, se aferró al volante y huyó de ahí. Nunca les volvió a ver.

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