El Guardián

LA FÁBRICA DEL DIABLO

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Aquella noche, Toño y Alejandro, guardias de seguridad contratado­s en una vieja fábrica, hacían su ronda nocturna por los alrededore­s. El silencio sepulcral que envolvía a aquel lugar y su propio aspecto decadente, hacían de su entorno algo sumamente escalofria­nte.

—Vaya que la necesidad nos hace hacer cosas —dijo Alejandro—, la fábrica da miedo, ¿verdad?

—Uy amigo, si yo te contara lo que se dice de este lugar. Tú no sabes nada porque acabas de entrar, pero yo llevó trabajando aquí ya un buen tiempo y no cabe duda que pasan cosas extrañas. —¿A qué te refieres? —¿Sabías que antes de que tú llegaras, ya se había contratado a otros tres guardias de seguridad? —¿Y qué les pasó?

—Uno tras otro fueron dándose de baja. A mí se me informó que habían renunciado por depresión, pero lo cierto es que no he vuelto a ver a ninguno.

—¿De verdad? —Alejandro arrugó el ceño, consternad­o— Oye, pero eso está muy raro, ¿no crees?

—Y sí. A veces pienso en ello y me acuerdo de las cosas que cuentan sobre esta fábrica —le reveló su compañero—. Verás, dicen que los guardias sin experienci­a no duran mucho aquí debido al enorme estrés que padecen por los ruidos. —¿Cuáles ruidos?

—Los que a veces se oyen en la fábrica. Cadenas que arrastran, cosas que caen, gemidos… incluso se cuenta que puedes escuchar un silbido prolongado en medio de la noche.

—Esto me da escalofrío­s —Alejandro se abrazó—, ¿por qué ocurriría todo eso?

—Hace mucho tiempo, se rumoreaba que el dueño de la fábrica había hecho un pacto con Satanás para que la cuidara de los ladrones, pues estaba teniendo muchas perdidas. El maligno, al sellar el trato, envío a un perro enorme para merodear por los alrededore­s, cazando a los incautos que se atreviesen a estar cerca. A cambio de la protección de la bestia, el diablo solo reclamaba el alma de un vigilante cada doce meses. Fue por eso que cada año, por aquí comenzaron a aparecer guardias muertos… o eso es lo que dicen. La verdad es que yo llevo ya tiempo trabajando aquí, como te dije, y no he notado nada raro aparte de los ruidos. Pero esos se pueden explicar fácilmente. Alejandro tragó saliva. —¿Qué? No estarás creyendo que todas esas tonterías son verdad, ¿no?

—No… no sé —Alejandro se sobresaltó al escuchar un sonido estruendos­o— ¿Qué fue eso?

—Voy a ver —Toño tomó su linterna y entró en la bodega donde había escuchado el ruido, encontránd­ose con que unas sillas se habían caído—. No es nada, compañero. Segurament­e unas ratas fueron las que botaron esto, sucias alimañas. Puedes venir… ¿Alejandro? ¿Alejandro?

Extrañado ante el silencio repentino, Toño volvió sobre sus pasos iluminando delante de sí. En ese momento se topó con un escenario sumamente horrible.

Alejandro yacía en el suelo, muerto y cubierto de sangre. Parecía haber sido mordido por un animal enorme y tenía una expresión de terror en su rostro.

Después de todo, la leyenda era verdad.

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