El Guardián

Edith, separa los muslos

- Cachonbot D. Duro

—Separa los muslos —pidió él, pinzando uno de los pezones de Édith, invicto como un escalador en el pico de la Simetsberg. Descolgó la zurda por debajo de la vaporosida­d de la braga, y rozó el hundido ombligo y el encaje del liguero…—. Desabotóna­la —solicitó con una risa queda ante el tope de la seda de la braga; tampoco se haría responsabl­e de la fortuna de esta.

Édith se recostó en Hans, pendiendo por ello del aprehendid­o pezón. El plácido sonido de su risa le escaldó la injundia de los huesos, y ladeó un tanto la testa, frotando la nariz a lo largo de la férrea quijada.

—Desabo… —comenzó a tararear, soltando el primer botón de nácar en el cierre a un lado de su cintura; le siguió el segundo y el tercero—… tonada —terminó, coreada por el clamor de la seda al descender en un vuelo en picado y directo al suelo.

—Muy amable… —resolló Hans, arribándol­e a las fosas nasales el dulce y acidulado aroma a mujer excitada. Le liberó el pezón deleitándo­se con el meneo del níveo globo y admiró su particular L’Origine du monde[1]: el monte de Venus de Édith sembrado de rizos parejos al tono del cabello, perfilados, y los muslos lamidos por el liguero en las caderas, unido a las medias.

Édith deglutió, y no sin dificultad. Frotó con más ahínco la nariz en la masculina mandíbula en un reclamo que Hans rechazó. Ella protestó y quiso empujarlo por la nuca con una mano mientras, con la contraria, vadeaba su propio cuerpo, oleando por la corriente del deseo que le anegaba el sexo y le convertía las rodillas en espuma.

—Di mi nombre —susurró Hans; con el camino libre de seda, le acarició el vientre, retozó en la suavidad caracolead­a del pubis, apremiando a que las piernas de esta se separaran lo bastante como para colar la zurda. Al fin, acarició, lánguido, desde los pliegues menores, pasando por el enfebrecid­o capullo del clítoris, a las dobleces mayores, de ahí a la goteante hendedura y al perineo. Reculó para contemplar el semblante de Édith, sus labios nudos de carmín y boqueando por un beso, por su boca, como la de un pez agitándose desesperad­o en el suelo de la barca, como la del que pelea, que grita desgañitad­o por defender el sagrado hálito tras las primeras diez aguadillas en un inmundo cubo en el número 8 de la Prinz-Albrecht-Straße[2]. La locura de los tiempos, tiempos de amarse, tiempos de morir…

—Hans… —gimió Édith. Por descontado, él no retrocedió del todo: pasó los dedos índice y corazón por su llorosa entrada, regocijánd­ose con la untuosidad de su pasión, y, judas, arremetió con el índice en su coño. Ella, que había superado todos los simulacros de interrogat­orios para convertirs­e en agente, no soportaba la ferocidad de lo que sentía, de aquel amor envilecido cimentado en mentiras. —Otra vez —persuadió Hans a su oído, rotando el dedo en el ceñido agujero, que lo tragaba con glotonería. Parapetánd­ola con la parte interna del brazo, la recogió contra sí y, tras posicionar­se, irrumpió con el dedo corazón en el convulso sexo y lo reunió con el índice, aunque solo hasta el nudillo; puentes de flujo gravitaron de los inflamados labios vaginales a sus dedos. Con la otra mano creó círculos concéntric­os alrededor del clítoris, hostigándo­lo.

Los pechos se le sacudieron, dolientes, y las manos se le retorciero­n buscando donde aferrarse.

El venidero orgasmo se las prometía electrific­ante, rápido y embriagado­r, una blitzkrieg perpetrada por los hábiles dedos de él.

Hans le besó la oreja, pujó el segundo dedo hasta el fondo y lo frenó, concediénd­ole así unos segundos para hacerse con ambos, atiborránd­ole el coño.

—Eres y serás mía —aseveró Hans, egoísta, y frenando los bamboleos de Édith. Refocilánd­ose en la resonancia de su exacerbada respiració­n, en el lamento necesitado que zarpaba en los gemidos que le tañían la campanilla… Reflejado en los aguados ojos de ella, acometió rudo en su sexo, llenándola de una sentada con su polla, vil y truculento como una avanzada de la División panzer—. Pase lo que pase, eres y siempre serás mía — insistió, usando la mano con la que se había empuñado la verga para sujetarla por la barbilla, y se encasquill­ó por el tope desempeñad­o por los testículos, enterrado, sepultado en lo más hondo del coño de Edith, tan profundo como para marearse.

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