El Guardián

EL NIÑO MELOCOTÓN

- El Guardián

En una pequeña aldea del Japón Antiguo, habitaba una pareja de ancianos que trabajaban en el campo. Nunca habían podido tener hijos y esto les hacía sentirse bastante solos. El viejo era leñador y su esposa se ocupaba de la casa.

Un día, la anciana fue al río para lavar su ropa y encontró un melocotón que flotaba río arriba. Lo vio tan bonito y jugoso que no dudó en tomarlo para ella y su marido.

Pero grande fue la sorpresa de ambos, cuando al abrirlo encontraro­n a un pequeño niño adentro, blanco como la nieve y con los ojos negros, que les sonreía con mucha dulzura. Decidieron adoptarlo y llamarlo Momotaro, pues momo en japonés quiere decir melocotón.

Momotaro creció hasta convertirs­e en un joven apuesto y fuerte, muy admirado por todos en la aldea.

Un día, los habitantes se vieron acosados por unos demonios que causaron un tremendo caos en el pueblo. Se les hizo costumbre robar a las personas y aterroriza­r a los niños.

—Alguien tiene que ir a la guarida de esos monstruos para acabar con ellos —sugirió alguien—, solo matándoles tendrá fin nuestro sufrimient­o.

Después de mucho deliberar, los pobladores eligieron a Momotaro para enfrentarl­os. Le dieron una armadura y provisione­s para que pudiera partir rumbo a la isla donde habitaban esos demonios, Onigashima.

En el camino, Momotaro se encontró con un perro que le movió la cola.

—¿No tienes algo que puedas darme de comer? —le preguntó el can.

—Traigo bolitas de maíz conmigo, si me acompañas a Onigashima, las compartiré contigo.

El perro aceptó muy contento y se unió a Momotaro. Más adelante se toparon con un mono que también tenía hambre. El joven le hizo la misma propuesta y al final, él también se fue con ellos.

El último animal con quien se encontró fue un faisán, quien aceptó acompañarl­os a cambio de sus bolitas de maíz.

Los cuatro se montaron en una balsa y se dirigieron a Onigashima, comiendo las deliciosas bolitas. Cuando llegaron a la costa, el faisán voló por lo alto y vio que los demonios estaban dormidos.

—¡Vamos en este momento a acabar con ellos! —le avisó a sus amigos.

Y así, Momotaro y sus amigos entraron en la fortaleza de los monstruos. El muchacho los atacó con su espada, el perro los mordió, el mono los arañó y el faisán los picoteó sin descanso.

—¡No más, por favor! —suplicaron los demonios— ¡Nos rendimos! ¡No nos lastimen más!

—Solo si prometen que nunca más volverán a atormentar a las personas de mi aldea —les dijo Momotaro.

—¡Lo prometemos! —replicaron ellos, adoloridos y asustados.

Así, Momotaro y los animales volvieron a su pueblo cargados con piedras preciosas, oro y plata que esos malvados seres guardaban en su fortaleza. Eran las cosas que habían robado a su gente.

Al desembarca­r de nuevo fueron recibidos con todos los honores. La aldea se volvió a enriquecer y Momotaro se construyó una enorme casa, en la que pudo vivir al lado de sus inseparabl­es amigos.

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