VIVIR SIN LA CERTIDUMBRE
Siempre les he aconsejado a mis hijos que desconfíen de aquellas personas que lo tienen todo claro, que no abrigan ninguna duda. A mis sesenta años, todavía dudo de muchas cosas y tengo cada vez más preguntas que respuestas. Viggo Mortensen, conocido actor cinematográfico, prologa el libro “Animales invisibles” de Gabi Martínez y Jordi Serrallonga con estas palabras: “Me ha hecho pensar en lo mucho que quiero saber y deseo ver, y al mismo tiempo aceptar que nunca podré ni necesito verlo todo”. Rodolfo Vázquez Cardozo, doctor en Filosofía por la UNAM y licenciado en Derecho por el ITAM, donde es además profesor emérito, es una de las cabezas mejor amuebladas que conozco. Lo escuché por primera vez con asombro reverencial en el 12º Congreso Mundial de Bioética. Miembro fundador del Colegio de Bioética, A.C., me causó inquietud, cuando sin temor, lo vi pedir la palabra al final de la presentación de mi trabajo de ingreso a esa agrupación. Fue entonces benevolente y generoso. Siempre lo es. Rodolfo acaba de escribir un libro extraordinario que se titula “No echar de menos a Dios. Itinerario de un agnóstico” (2021), que ha publicado en la prestigiosa Editorial Trotta. En él hace un recorrido de su vida a través de los autores y lecturas que han guiado su pensamiento y que justifican su actual agnosticismo. Acotemos la terrible palabra: el agnóstico estima que el conocimiento de lo divino y de todo aquello más allá de la existencia terrenal es inaccesible a la mente humana. Nos dice en el prólogo: “Creo que puedo decir, con alguna evidencia biográfica, que permanecí totalmente indiferente con respecto al mundo religioso hasta los dieciséis años; inicié una segunda etapa, hasta los treinta, en la que viví intensa y apasionadamente un encuentro con lo sagrado, sin regateos, con la inocencia del agraciado y la intransigencia del converso; luego la secularización personal, con la rabia e indignación suficientes para alimentar un ateísmo militante, hasta mis cuarenta largos; y, finalmente, poco a poco, me he ido acercando a la ‘serenidad del agnóstico’, en la que la trascendencia deja de ser un problema y –siguiendo a Tierno Galván– termina uno instalándose en la finitud, sin resignación ni rencor, y ‘sin echar de menos a Dios’. Se trata de la narrativa de un aprendizaje: no se nace agnóstico, se llega a ser agnóstico”. Ni ateísmo, ni nihilismo, plantado con firmeza en esta vida, “el mundo se manifiesta ante el agnóstico en toda su plenitud”.