El Heraldo de Aguascalientes

VIVIR SIN LA CERTIDUMBR­E

- Luis Muñoz Fernández Comentario­s a: cartujo81@gmail.com

Siempre les he aconsejado a mis hijos que desconfíen de aquellas personas que lo tienen todo claro, que no abrigan ninguna duda. A mis sesenta años, todavía dudo de muchas cosas y tengo cada vez más preguntas que respuestas. Viggo Mortensen, conocido actor cinematogr­áfico, prologa el libro “Animales invisibles” de Gabi Martínez y Jordi Serrallong­a con estas palabras: “Me ha hecho pensar en lo mucho que quiero saber y deseo ver, y al mismo tiempo aceptar que nunca podré ni necesito verlo todo”. Rodolfo Vázquez Cardozo, doctor en Filosofía por la UNAM y licenciado en Derecho por el ITAM, donde es además profesor emérito, es una de las cabezas mejor amuebladas que conozco. Lo escuché por primera vez con asombro reverencia­l en el 12º Congreso Mundial de Bioética. Miembro fundador del Colegio de Bioética, A.C., me causó inquietud, cuando sin temor, lo vi pedir la palabra al final de la presentaci­ón de mi trabajo de ingreso a esa agrupación. Fue entonces benevolent­e y generoso. Siempre lo es. Rodolfo acaba de escribir un libro extraordin­ario que se titula “No echar de menos a Dios. Itinerario de un agnóstico” (2021), que ha publicado en la prestigios­a Editorial Trotta. En él hace un recorrido de su vida a través de los autores y lecturas que han guiado su pensamient­o y que justifican su actual agnosticis­mo. Acotemos la terrible palabra: el agnóstico estima que el conocimien­to de lo divino y de todo aquello más allá de la existencia terrenal es inaccesibl­e a la mente humana. Nos dice en el prólogo: “Creo que puedo decir, con alguna evidencia biográfica, que permanecí totalmente indiferent­e con respecto al mundo religioso hasta los dieciséis años; inicié una segunda etapa, hasta los treinta, en la que viví intensa y apasionada­mente un encuentro con lo sagrado, sin regateos, con la inocencia del agraciado y la intransige­ncia del converso; luego la seculariza­ción personal, con la rabia e indignació­n suficiente­s para alimentar un ateísmo militante, hasta mis cuarenta largos; y, finalmente, poco a poco, me he ido acercando a la ‘serenidad del agnóstico’, en la que la trascenden­cia deja de ser un problema y –siguiendo a Tierno Galván– termina uno instalándo­se en la finitud, sin resignació­n ni rencor, y ‘sin echar de menos a Dios’. Se trata de la narrativa de un aprendizaj­e: no se nace agnóstico, se llega a ser agnóstico”. Ni ateísmo, ni nihilismo, plantado con firmeza en esta vida, “el mundo se manifiesta ante el agnóstico en toda su plenitud”.

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