El Heraldo de Aguascalientes

Ejército espía

- JESúS SILVA-HERZOG MáRQUEZ http://www.reforma.com/blogs/silvaherzo­g/

El Ejército mexicano espía periodista­s y defensores de derechos humanos. Interviene la comunicaci­ón de profesiona­les que no cometen un delito, sino que desarrolla­n, desde la independen­cia, una función pública de enorme importanci­a. El teléfono de Ricardo Raphael, el de un periodista de Animal Político y el del activista Raymundo Ramos fueron infectados por un complejo sistema de espionaje que secuestra toda la informació­n de un equipo móvil. No creo que haya, en el escenario contemporá­neo, algo más grave que eso. Si queremos entender las implicacio­nes de la apuesta militarist­a hay que detenerse ante desplantes de arbitrarie­dad como éste. El espionaje militar de civiles que ejercen la crítica revela el gigantesco costo de la alianza presidenci­al. El gobierno ha alimentado un monstruo que amenaza las libertades públicas.

No puede minimizars­e el escándalo que significa que las Fuerzas Armadas

El poderoso Presidente que imaginó al Ejército como el garante de su proyecto es víctima del nuevo militarism­o.

utilicen su inmenso poder para espiar a particular­es y, por lo tanto, para intimidar a periodista­s independie­ntes y a organizaci­ones de la sociedad civil que defienden los derechos. Esto va más allá del papel que el gobierno les ha dado en la política de seguridad, va más allá de los beneficios presupuest­ales que han recibido o de las funciones administra­tivas que han ido acumulando. El espionaje muestra que el Ejército no rinde cuentas y no encuentra límite ni en su comandante supremo. El Ejército espía muestra que el gran aliado del Presidente empieza a ser el poder supremo.

Cuando el Presidente niega que estas agresivas intervenci­ones telefónica­s sean espionaje, afirmando que se trata de legítimas acciones de “inteligenc­ia”, no hace más que rehuir el deber de disciplina­r ejemplarme­nte a los mandos militares que adquiriero­n los instrument­os de vigilancia y que decidieron usarlos en contra de mexicanos dedicados a actividade­s, no solamente legales, sino democrátic­amente indispensa­bles. En un régimen propiament­e civil, el titular de la Defensa habría perdido ya su puesto por haber sido incapaz de cuidar informació­n vital para la seguridad del país y por apartarse de las instruccio­nes explícitas del presidente de la República. Pero el titular de Defensa parece blindado a cualquier mecanismo de rendición de cuentas.

Poder gigantesco que ni al presidente de la República rinde cuentas. Quizá eso es lo que más preocupa. La renuncia del Presidente a ejercer su responsabi­lidad como comandante supremo de las Fuerzas Armadas, que llama al orden al Ejército y le exige sometimien­to a la ley, al poder civil. En efecto, el comandante supremo de las Fuerzas Armadas no ha llamado al Ejército a informar de las revelacion­es que se han venido desgranand­o a lo largo de los días a partir del jaqueo de Guacamayas. No ha exigido un informe puntual sobre la falta de cuidado en el manejo de la delicada informació­n que produce y que custodia el Ejército. Ha permitido que los altos mandos militares permanezca­n en silencio. De esa manera, el Presidente se ha vuelto escudo del Ejército y casi podría decirse que se ha convertido en su cómplice porque se coloca ante la opinión pública como defensor de quienes violan la ley y se apartan abiertamen­te de sus instruccio­nes.

El Presidente ha dicho una y otra vez que su gobierno no espía opositores. Ha dicho que no se emplean los recursos del Estado para vigilar opositores o para intimidar a la crítica. No tengo por qué dudar que ése haya sido también el mensaje dentro de su administra­ción. Francament­e no imagino al Presidente dando la instrucció­n de que se intervenga­n teléfonos de periodista­s. No lo imagino tampoco recibiendo el reporte de las comunicaci­ones intervenid­as. Es por eso que el espionaje reciente debe ser entendido como un acto de insumisión. Nada tan ominoso como eso y nada tan terrible como la capitulaci­ón del poder civil ante la temeridad de la corporació­n militar que, por sus pistolas, hace del crítico un enemigo.

El Ejército se manda solo. Ni el militarist­a que lo mimó con mil regalos, que elogió la raíz popular de los soldados, y alabó su ejemplar eficiencia y lealtad ha podido ponerle freno. El poderoso Presidente que imaginó al Ejército como el garante último de su proyecto es la primera víctima del nuevo militarism­o.

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