EL TRIUNFO Y EL GOZO SON TAN BREVES… Y LA CRUDA EMOCIONAL TAN LARGA..
Deseando un trago más fuerte que el café, y no pudiéndolo pedir cuando ella se expresaba, me vino a la mente el estribillo que Rocío, el amor de Currito, célebre héroe y personaje de la popular novela de Alejandro Pérez Lugín, le canta movida por la exuberancia de la alegría luego de sus triunfos: “Alegría, mi calle, mi casa, risa; ¡Angelitos del cielo, tenedme envidia!”.
¡Al diablo con la malteada, Pepe, pídeme un tequila por favor! Obvio, y yo un bacachá.
Y surgió la Gloria filosofal: –ojalá no les pase lo que a tantos otros. Y tú lo sabes. Pepe, cuando un torero vive extasiado la borrachera del aplauso -y es tan breve su gozo- no sabe que le espera la mortificante cruda de la soledad desquiciante. Y sabes que cuando el torero triunfa en las plazas de primera categoría lleva tras de sí tal cantidad de adoradores que la ensordecedora aclamación de sus voces le impide escuchar el caroñoso y sereno encanto de la prudencia. Su estela, siendo brillante y cautivadora, es a la vez la envidia de otros toreros.
Cautivado por sus palabras, la dejé hablar, –Pepe, cuando el torero, azuzado por la cizaña impura del envilecimiento no logra recuperar el sitio que le arrebató la embriaguez emocional del éxito, deja una patética estela de lástima. Sucede... no me mires así José, ¿o es que acaso estoy diciendo barrabasadas?, que al haber gozado sin medida del triunfo, el exceso le impidió volver los pies al camino del esfuerzo, de la brega, de la responsabilidad y desviado del sendero, borrado en la maleza de los instintos más primitivos, sufre los siniestros efecto de la enfermedad, que no tiene sanación sin sacrificio.
La dejé hablar –Pepe, sabes que conozco a muchos toreros que, habiendo difundido en los aires los amenos esplendores que sus radiaciones del éxito se lo permitían, perdieron el mando en el timón de su barca luego de entregarse al báquico festín del triunfo. ¡Y fue tan breve su gozo! ¡Y tan larga la cruda de su soledad desquiciante!
Maldito celular, le llamaron, y Gloria me dejó con la cuenta –ja, ja, ja– y con las ganas de seguirle escuchando. Pero me encantó su remate: –Pepe, me queda claro que los toreros pudieran -¿o debieran?- saber que el triunfo no puede celebrarse con cantos y danzas que se insubordinen al orden de la mesura, pues dime si no, “‘inche Pepe”, sólo los genios verdaderos pueden trastocar el orden preestablecido de la cordura profesional.