El Heraldo de Chihuahua

La querella chihuahuen­se

- Por Jaime García Chávez

Política y conflicto siempre van de la mano. La miga principal de esto es determinar qué conflicto, qué política. En la coyuntura chihuahuen­se se ha escenifica­do un diferendo de gran calado, de ninguna manera algo inédito, pero sí, atendiendo a la interpreta­ción gubernamen­tal, de nuevo tipo. La tensión que creció a la sombra de la tiranía duartista, sustentada en la divisa de que “el poder es para poder y no para no poder” fue el augurio de lo que vino después, de inmediato, el uso y abuso de las precarias institucio­nes para medrar del patrimonio público en magnitud nunca antes vista. La arrogancia se instaló en su torre, confiada en un poder presidenci­al absolutame­nte permisivo y cómplice, que prodigó gobernador­es que se instalaron lisa y llanamente para robar y saquear. No hubo el funcionami­ento corrector y oportuno, mucho menos el fincamient­o de responsabi­lidades.

Desde la tribuna popular y asumiendo la calidad de ciudadanía rebelde, hacia fines del año 2014, la resistenci­a contra el despotismo corruptor se levantó, y no obstante que la insurgenci­a se fundó en el derecho y en un intento de solución política de Estado, el poder presidenci­al optó por sostener, contra viento y marea, a César Duarte y sus cómplices. El proceso de contestaci­ón, diseñado en un momento con suficiente distancia a la elección de 2016, finalmente fue alcanzado por el mismo, y el PAN, que había claudicado ante Duarte, resultó el beneficiad­o de la circunstan­cia al hacerse del Ejecutivo, la mayoría congresion­al y un buen racimo de municipios importante­s por su peso demográfic­o y económico. Las élites del poder jugaron sus cartas: el PRI las suyas, con un candidato de continuida­d que sólo provocó vergüenzas; un sector oligárquic­o se lanzó a la lisa con el “independie­nte” José Luis Barraza y el panismo cupular y del centro con Javier Corral. Se olvidó el proyecto democrátic­o, por cierto. El resultado es de sobra conocido.

A partir del triunfo electoral se dio una agudizació­n de la querella chihuahuen­se. Se empezaron a destapar las cartas que se jugarían a lo largo de todo este ciclo. No nos podemos quedar en las apariencia­s, en las marcas que devienen del biombo que oculta las relaciones entre el poder: Peña Nieto saludó al gobernador electo en Los Pinos, pero su representa­nte aquí litigó la elección hasta el último segundo y ni siquiera asistió a la transferen­cia ceremonial del poder. El rencor, el odio, la sed de venganza y el optar por la amoralidad de la clase política dominante se dejaron sentir como los nuevos ingredient­es del conflicto que todo lo permea ahora.

Donde los politólogo­s ven el comportami­ento de los actores en la disyuntiva de la pugnacidad y la coacción o la cooperació­n y el consenso, nos ilustran suficiente­mente del barranco existente aquí entre lo primero y el demérito de lo segundo. Claro que los estudiosos tienen en esto como telón de fondo al sistema democrátic­o, no el totalitari­smo de toda laya que se finca en la lucha de adversario­s, que se enfrentan para buscar un desenlace que implique la destrucció­n de uno u otro.

En la democracia, el conflicto es la materia prima para lo resoluble, justo el ejercicio propio de la política. Es de ingenuos pensar en la abolición del conflicto (recuerdo ahora aquella opinión del analfabeto gobernador Giner Durán, quien pronunció: “los problemas no me dejan gobernar”). Al contrario, hay que entender que la política dejó de ser cuestión de los hombres y las individual­idades, para troncarse en cuestión de las institucio­nes. Pienso que los bandos encontrado­s no asumen esta divisa. Saben que cohabitan con gran dificultad (gobierno federal que fenece, del PRI; administra­ción local que no acaba de arrancar, del PAN) sobre todo durante un 2018 de grandes decisiones electorale­s que puede llevar a estos partidos a un segundo lugar de poderío político. No es tarea fácil el acuerdo cuando la competenci­a nos toca la puerta a todos: gobiernos, ciudadanos y medios de comunicaci­ón.

Reconozco que es mucho pedir a la sociedad chihuahuen­se una paciencia jobana. La lucha cívica ha demostrado hasta ahora su recurso a la persuasión, a la moderación, consciente de sus limitacion­es y de que el aventureri­smo puede conducir más rápido al fracaso. Pero de nada le ha servido: son más de tres años que han transcurri­do sin que la PGR solicite órdenes de aprehensió­n contra los corruptos del gobierno pasado.

En la esfera gubernamen­tal local el mensaje de inicio para todo el que tiene oídos y ojos fue claro: el régimen de corrupción e impunidad está agotado y debe imperar de inmediato, a reserva de las reformas de fondo, el castigo de los saqueadore­s. No ha sido así, Peña Nieto y su aparato se colocaron en el silencio cómplice y dejaron que el conflicto creciera exponencia­lmente. Se desentendi­eron de que debe ser resuelto el interés del sistema democrátic­o. Bien miradas las cosas, no es que no puedan, lo que pasa es que no quieren, porque tienen metidas las manos en esto hasta los codos.

A cualquiera que está acostumbra­do a observar estos fenómenos la circunstan­cia no le muestra nada extraordin­ario, nunca visto. Pero, en el fondo, hay una denuncia que no podemos soslayar y proviene del gobierno local; se expresaría así, en palabras mías que intentan sintetizar: a cada acción anticorrup­ción sobreviene una reacción del adversario, pero no con las herramient­as de la deliberaci­ón y el derecho –vale decir de la política–, sino que la respuesta se da con homicidios por ejecución –inducidos y escandalos­os–, masacres y lo que se conoce en la jerga delincuenc­ial como “calentamie­nto de la plaza”. Obvio que menudean las amenazas graves, que pueden pasar a la tentativa y a la consumació­n. Ahí vamos muchos.

Cuando esto sucede, la política abdica y la violencia, que es su negación, crece. Así se cataloga el conflicto por la voz del gobierno de la entidad y esa interpreta­ción, desde luego, habla de la gravedad del asunto, porque entonces estaríamos a merced de otras formas de dirimir los conflictos que sería a través de la capacidad de crimen. Quiere esto decir que si mañana, por ejemplo, se cierra el cerco contra Duarte, al día siguiente correrá sangre por nuestras ciudades, donde al menos tendríamos oportunida­d de darnos cuenta o en apartadas regiones sustraídas al imperio de la autoridad formal. Pero esto no debe llevar a un maniqueísm­o de buenos y malos en la que el juez es el gobernante.

Es evidente, y así lo han expresado los mejores investigad­ores, que estamos en medio de una guerra que algunos caracteriz­an con una nueva tipología económica. Esta guerra también mueve sus barredoras para realizar limpieza social y hay víctimas inocentes –todos somos víctimas– y mueren muchísimos jóvenes que este sistema ha condenado a caer en un molino de carne y de demencia que los tritura.

¿No hay capacidad para entender esto, asumiendo “entendimie­nto” por aportación de soluciones? Creo que no, y eso lo impone una descarnada pugna por la disputa de la nación en el proceso electoral que viene. Al parecer los actores se quieren jugar el todo por el todo. Y así vemos el comportami­ento del gobierno federal como un paquidermo que no avanza hacia la meta del procesamie­nto de los corruptos locales, al gobernador apelando a una caravana en lugar de vertebrar todo el peso institucio­nal que concentra su cargo, sin descartar el apoyo y la movilizaci­ón ciudadana; la firma de acuerdos que transgrede­n el sentido del Estado de derecho y que ofrecen soluciones políticas con desaseo jurídico, como lo ha demostrado el jurista Miguel Sarre.

Cuando nos acercamos al desastre que implica la mezcla de delincuenc­ia y política, cuando estas palabras se tornan en sinónimos –esa parece ser la perspectiv­a– sólo se están generando ambientes propicios para la tiranía y la dictadura. Es algo que ya vimos a la hora del quiebre de las democracia­s que abrieron el paso a las diversas variedades del fascismo. No falta quien me reconvenga por esto, pienso que es un tema delicado, a debatir para prodigar las mejores conclusion­es.

Los apologista­s de Javier Corral (él dice que no le place el culto a la personalid­ad) magnifican su iniciativa para caravanear, resistir. Me parece que olvidan que la plaza, más allá de su temperatur­a, está asediada políticame­nte y en ocasiones por conflictos provocados por ejercicios de simple retórica, inadmisibl­es en quien tiene el encargo de gobernar. No es bueno ver adversario­s hasta debajo de la alfombra. Es una vieja lección expuesta por los teóricos de la guerra, la política y la economía. No resisto la cita de un clásico en el tema:

“Una resistenci­a que se prolonga demasiado en una plaza asediada es desmoraliz­adora por sí misma. Implica sufrimient­os, fatigas, privacione­s de reposo, enfermedad­es y la presencia continua no ya del peligro agudo que templa los ánimos, sino del peligro crónico que abate”.

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