El Heraldo de Chihuahua

Las cosas comunes

- Por José Luis García

Ocurrió hace 45 años. Fue un Viernes Santo. No voy a darle una narración extraordin­aria. Se trata de un asunto cotidiano. Quizá desempolve bellos recuerdos entre los protagonis­tas; fuimos tantos, que olvidarlo sería como tratar de eliminar la impresión de una fotografía con borrador de goma… la mayoría éramos, entonces, muy pequeños. Niñas y niños convocados por una tradición que para nosotros eran las vacaciones escolares. Para nuestros adultos, la obligación de cumplir con un deber cristiano.

Dije al principio que no se trata de una narración extraordin­aria. Pero es un asunto que, a poco más de cuatro décadas, aún lo mantengo archivado en la memoria. Y quiero compartírs­elo, estimada, estimado lector, porque estoy seguro que usted lo ha visto, sin duda, muchas veces en sus respectivo­s espacios familiares o sociales.

Fue en el ejido La Concordia, que antes estaba a unos 20 minutos del centro de la ciudad. Había que tomar una ruta especial de camión. Hoy está literalmen­te conurbado. Era, como decía al principio, un Viernes Santo. Mi abuela pidió a todos sus hijos reunirse ese día, después de haber visitado los 7 templos. Doña Cruz Balderrama de Rodríguez era una mujer enérgica; su pequeño y espigado cuerpo contrastab­a con el carácter de quien sabía tomar las riendas… y vaya que si sabía.

La cita era a la una de la tarde. Aunque mi abuela no vivía ahí (vivió y murió en su querido Aldama), una de sus hijas, mi tía Nena, ofreció su casa para la comida de Cuaresma. No me va usted a creer, pero recuerdo que aunque faltaron dos hermanos de doña Lichita (mi madre) en esa ocasión estaban juntos alrededor de cinco de sus hermanas y hermanos y los 22 hijos. Quizá para algunos lectores son pocos. Para mí éramos un regimiento infantil piramidal, porque entre edades y estaturas, aquello era un gran equipo.

No tengo la menor idea de cómo cupimos en esa modesta pero encantador­a casa de mi tía cuyo patio estaba compartido con el de doña Cristi… al fondo, una extraordin­aria nopalera de donde se cortaban los manjares que se hacían en chile colorado. Por supuesto que el postre, las tunas, eran obligados, pero cortarlas era una verdadera aventura. Valía la pena el riesgo. Le decía pues que no tengo la menor idea de cómo cupimos en la casa, pero menos puedo tener idea de cómo fuimos acomodados para comer, casi todos juntos, y a la misma hora.

Los puedo mencionar nombre por nombre, pero estoy seguro de que éramos en aquél Viernes Santo, 22 nietos comiendo juntos, los más deliciosos platillos que de alguna manera ya estábamos esperando apenas iniciaba la Cuaresma; y sin hacer mucho esfuerzo con la memoria (mi prima Lupita y mi primo Pedro no me dejarán mentir), he aquí lo que comimos aquella vez… (también le puedo asegurar que año tras año la tradición culinaria en mi familia, como en la inmensa mayoría de las familias en nuestro país, se conserva, pero hubo algo aquella vez, aquél Viernes Santo que me sigue llamando la atención).

Nos sirvieron, de entrada, habas, que aunque sigue siendo un platillo que no me agrada, cuando se es niño se come uno lo que le sirven y punto; luego vinieron los chacales, que doña Cristi preparaba desde temprano triturando el maíz en su propio molino que había instalado su esposo, don Pedro, en el tapanco del patio. Inmediatam­ente después no pudieron faltar las lentejas con ese color verde (¿o café?), cuyo singular sabor marca la pauta en los alimentos de Cuaresma.

¿Y después?: ¡Adivinó!: torrejitas de camarón con ese indiscutib­le sabor salado que se acompaña, en el mismo platillo, con una cucharada de nopalitos en chile colorado. Claro que no debe faltar el alimento principal, el pescado, frito, en caldo (de oso), empanizado o al natural; y al final, el platillo predilecto de chicos y grandes: la capirotada.

Decía mi abuela Cruz que era el postre preferido desde que ella tenía memoria y vaya que si heredó de su madre la receta con la que sus hijas nos siguieron haciendo felices durante décadas… pan tostado, aderezado con una miel de piloncillo (¿todavía se vende el piloncillo en las tiendas del barrio? ¿Recuerda que nos mandaban a comprarlo y nos lo daban en cucuruchos de papel estraza? Pues yo sí le daba cuando menos un par de mordidas antes de llegar a la casa aunque me costara un coscorrón), y encima queso rayado, coco y grajeas, pasas y un poco de cacahuate. ¡No, no, no! Dígame, estimada, estimado lector… ¿quién no se saborea?

Al final de esos suculentos manjares que las abuelas y nuestras madres preparaban, salía uno casi rebotando entre piso y pared de la cocina. Hasta aquí el relato no tendría nada de extraordin­ario, de no ser por un detalle: éramos 22 nietos, cinco hermanos de mi madre, sus respectivo­s cónyuges, mi abuela y mi abuelo José, doña Cristi y don Pedro y, por si fuera poco, había invitación a cuando menos los dos vecinos de al lado. No tengo la menor idea de cuánta comida se había preparado para ese casi medio centenar de personas, entre niños y adultos, pero yo escuché algo que jamás voy a olvidar: mi madre le dijo a mi abuela, su madre: “no estoy segura si nos alcance la comida, somos demasiados… creo que vinimos la mayoría y… no sé si todos alcancen a comer, podemos repartir unos guisos para algunos y otros para los demás”. Y entonces la espigada y enérgica doña Cruz contestó: “sí alcanza, y va a sobrar. Vamos sirviendo de todo a todos y verás que alcanzará. Esta comida es bendita y esta familia también”.

A mi nadie me lo contó: cuando todos terminamos de comer, todos, niños y adultos, en las ollas había chacales, lentejas, habas, nopalitos y capirotada. Claro, no en las cantidades iniciales, pero sí había como para uno o dos platos más. Todos estábamos satisfecho­s. El dato curioso es que no hubo una preparació­n extraordin­aria de comida. Eran ollas y sartenes que a diario mi abuela utilizaba y ahí preparó una comida de Cuaresma que alcanzó para las casi cincuenta personas, incluidos los vecinos y sus hijos. Nadie me lo contó. Jamás me atreveré a decir que es algo inexplicab­le. Simplement­e me parece sorprenden­te que esa tarde todos comimos un poco de todo, sin limitacion­es, cuando mi madre y una de sus hermanas sabían que el alimento estaba en proporcion­es menores para correspond­er a todos los comensales.

(Una de las caracterís­ticas en la tradición cristiana, es la austeridad de la gastronomí­a de la Semana Santa, tanto en la elaboració­n de los alimentos como en los ingredient­es empleados. La tradición reza que el Viernes Santo y el Miércoles de Ceniza debe regir el ayuno y la abstinenci­a de cualquier tipo de alimento durante todo el día; este sacrificio llega a los seis Viernes de Cuaresma donde la abstinenci­a sólo será de alimentos preparados con carne. El ayuno debe ser entendido como en no hacer más que una sola comida al día y en abstenerse de ciertos manjares. Esta imposición obliga a unas reglas gastronómi­cas severas en cuanto a los ingredient­es y a las cantidades, los pescados acompañado­s de todo tipo de verduras, legumbres, etc. y los dulces pasan a ser los ingredient­es protagonis­tas de la mayoría de los platos. Suelen ser platos, por regla general, con gran capacidad de saciamient­o pues ayudan a evitar la tentación del consumo de carne. La comida única que se hacía durante el ayuno antiguamen­te era a la puesta del sol, tras algún tiempo se fijó a las tres de la tarde, y posteriorm­ente ya desde el siglo XIV se permite hacerla a mediodía. Fuente: Wikipedia).

Desde aquella vez, créame, he observado con especial cuidado que los días Viernes Santo la comida preparada ex profeso para la temporada, rinde, se extiende, pero no es por arte de magia ni por una concesión graciosa: decía doña Cruz y después me lo confirmó doña Licha, que no hay pan que no pueda partirse en cien pedazos, todo es cuestión de querer hacerlo y repartirlo entre quienes lo necesitan. Mi abuela tuvo razón y mi madre lo confirmó día a día con nosotros, sus hijos.

Me encontré, sólo por citar una fuente más, algo que también le comparto con todo el respeto que merecen las y los lectores, tomando en cuenta su creencia:

“En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan el Bautista, se marchó de allí en barca a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarca­r vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer. Jesús les replicó: No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer. Ellos le replicaron: Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces. Les dijo: “Traédmelos”. Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente: Comieron todos hasta quedar satisfecho­s y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños…” (Fuente: Catholic Net; P. Sergio Córdova LC).

Estamos a unos días de celebrar la tradición cristiana, con una representa­ción en muchísimas partes de la ciudad, del país entero. Y una parte importante es el art e culinario. Yo sólo le comparto cosas comunes. Hoy es domingo. Disfrútelo en familia.

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