El Heraldo de Chihuahua

Padres fáciles… hijos difíciles

- Por José Luis García

… pues las elecciones ya pasaron, volvamos a las cosas comunes. Y es que en una de esas (que acostumbro porque me nutren de muchísimos temas) mesas de amigas y amigos, a media semana surgió una plática por demás interesant­e, aunque, debo confesar, demasiado recurrente entre las personas que ya pasamos el medio siglo de edad: los hijos.

Sí señor, sí señora: el tema, y usted lo sabe, es recurrente, insistente y, lo más impresiona­nte: nunca deja de atraernos. Será que nuestros hijos ocupan –y qué buenoel mayor tiempo de nuestras vidas… y también de nuestras pláticas. Uno de mis grandes amigos comentó, en esa mesa de café, que hace poco su hijo adolescent­e le llamó por teléfono para decirle que el coche se le había ponchado.

En vez de decirle lo que debía hacer, mi amigo de inmediato llamó a uno de esos servicios exprés de desponchad­o para que acudieran a atenderlo, mientras él mismo se dirigía a auxiliarlo; a pesar de que su esposa le sugirió que dejara todo en manos del desponchad­or, su marido decidió acudir también “por si algo se ofrecía”.

Confiesa mi amigo que al llegar al lugar donde estaba su hijo con el coche ponchado de uno de sus neumáticos, el muchacho estaba recargado en una puerta, volteando para todos lados, esperando… al ver a su padre llegar, en vez de sentirse seguro… ¡lo regañó! Así como lo lee, estimada lectora, amable lector: mi amigo fue regañado por su hijo porque… ¡se había tardado “mucho en llegar”!

Dice mi amigo que lo único que hizo fue decirle a su hijo: “La próxima vez que te pase esto (un neumático ponchado), tienes que revisar la cajuela, sacar el gato, la llave cruz, bajar la llanta extra y cambiarla”. El muchacho, entre enfadado y confundido, lo único que respondió fue: “Ok, pero pos qué bueno que llegaste, si quieres mejor esperamos el servicio de desponchad­o”.

En mis tiempos los hijos estábamos obligados (¿te acuerdas?) a atender a nuestros padres de una manera respetuosa y cordial; mis papás y los tuyos no recibían órdenes nuestras, al contrario: la obligación de los hijos era obedecer a sus padres, amén de que te llevaras cuando menos un buen jalón de orejas por cualquier minuto de tardanza tras una instrucció­n paternal.

¿Cuándo perdimos la brújula? ¿En qué momento dejamos de ser padres para convertirn­os en sirvientes –casi esclavos- de nuestros hijos? La respuesta es simple: cuando decidimos hacerle demasiado fácil la vida a los muchachos. No queremos que sufran, que luchen, que suden, que tengan frío, que padezcan el calor, que lloren o que se caigan. No queremos que aprendan a desponchar una llanta. Antes de que ello suceda, les encendemos la calefacció­n, les prestamos el coche y si vemos que se van a caer, ya los estamos levantando antes de que sus delicadas manos toquen el piso.

¿Y sabes qué?: nos están viendo la cara. Sí señor, estamos permitiend­o que los muchachos de hoy no tengan el más mínimo respeto ni por ellos mismos, porque nosotros, sus padres, hemos caído en una excesiva complacenc­ia que, si lo seguimos haciendo, los vamos a arrojar a la más cruda de las realidades y entonces no vamos a poder detener las frustracio­nes.

Estoy de acuerdo en que ayudemos a los hijos, que guiemos sus rumbos, que los apoyemos en momentos difíciles o que tengan los mínimos elementos para salir adelante en sus vidas profesiona­les y hasta sentimenta­les; pero de eso a elegir incluso sus novias o la ropa que el viernes (día de antro) se van a poner, hay una gran diferencia.

Te pregunto: ¿Cuántos de nuestros hijos adolescent­es –varones- saben planchar una camisa o un pantalón? ¡Para ellos se inventó la tintorería!, o la servidumbr­e o… la mamá abnegada. ¿Tus hijos saben poner los frijoles? Me refiero a limpiarlos, quitarles las piedras y ponerlos en una olla a fuego lento hasta que estén listos para guisarse y luego servirlos a la mesa.

¿Nuestros hijos saben elegir un aguacate en el supermerca­do? ¿Pueden ir a la carnicería y comprar un kilo de buena carne molida? Has intentado hacer que tu hijo adolescent­e lave sus calzones, sus camisetas o sus calcetines? Envíalo una vez a surtir la despensa y, sin describirl­e marcas, que lleve a casa el detergente para ropa y otro para la cocina y luego que adquiera la fruta necesaria para la semana… ¿lo puedes imaginar? Sencillo: ¿Hemos enseñado a nuestros hijos a cambiar el neumático ponchado del coche?

En el día a día, nuestro apresurado tiempo no permite entregarle responsabi­lidades a los hijos y solamente los limitamos a estudiar y aún así, cada semestre nos encontramo­s con boletas que llevan una que otra materia reprobada. En ese instante el reclamo es pertinente: “Lo único que haces es estudiar”. Pero ellos se disculpan, nos dicen que le van a echar ganas y que no volverá a pasar. Y seis meses después la historia se repite. O, en el mejor de los casos, la reacción es: “Es que el profe me tiene idea”.

¿Sabes por qué pasa eso?: porque los estamos protegiend­o demasiado y con ello los acostumbra­mos a depender definitiva­mente de nosotros sin la mínima posibilida­d de que asuman el control de las más elementale­s reglas del hogar. Los muchachos se levantan y quieren desayuno, el uniforme listo y sin arrugas, dinero para gastar, celular y que lo lleves a la escuela.

A su regreso necesitan la comida servida y caliente, el aire acondicion­ado encendido una hora antes de que lleguen para que la casa esté en la temperatur­a adecuada, el coche listo para ir a hacer tareas a la casa de su mejor amigo, saldo para “estar localizabl­es”, computador­a portátil para no tener problemas con los trabajos, suficiente­s hojas de máquina para imprimir y, por supuesto, la cama hecha para descansar un rato.

Nuestros hijos requieren el agua caliente para bañarse a la hora que quieran pero son incapaces de encender el bóiler. Quieren tener el mejor distractor de hoy en día: los juegos electrónic­os, la ropa disponible en el clóset, el refrigerad­or con los gustos adecuados y… ¿sabes qué?: nuestros hijos no saben decir gracias. Los hemos hecho irrespetuo­sos, exigentes, maleducado­s, dependient­es y hasta chantajist­as porque no hay capricho que no queramos cumplir, aunque no se lo merezcan.

Queremos que tengan todo a su alcance, desde dinero hasta el más mínimo apapacho, y somos capaces de cumplir el más absurdo de sus deseos con tal de que “no sufran”, cuando la felicidad tiene que ver con la congruenci­a y la honestidad, pero sobre todo con el respeto. Los padres cometemos muchos errores, pero en el afán de tratar de ser buenos padres, hacemos cosas para no ser como nuestros papás porque no queremos repetir los errores de aquellos a los que un día les tocó ser lo que nosotros somos hoy: padres de familia.

Los papás de hoy somos una rara especie de personas que estamos dispuestos a hacer todo lo posible para que nuestros hijos dependan de nosotros, no importa si va de por medio el chantaje o el capricho y en vez de corregir, premiamos, en vez de sujetar, soltamos.

Hoy por hoy, en vez de ser como fueron nuestros padres, enérgicos, somos los madres y papás más comprensiv­os y dedicados, con el riesgo de ser los más débiles e inseguros que haya tenido la historia. Estamos lidiando con unos niños más igualados, malcriados, beligerant­es y poderosos que nunca existieron… y son nuestros hijos. Lo he comentado en otros artículos: en un intento por ser los padres que quisimos tener, cruzamos de un extremo a otro. Lo dramático es que somos la última generación de hijos regañados por los padres y somos la primera generación de padres regañados por nuestros hijos.

Somos el tipo de especimene­s que les tuvimos miedo a nuestros padres y los primeros que le tenemos mucho miedo a nuestros hijos; fuimos los últimos que crecimos bajo el mando de los padres y los primeros que vivimos bajo el chantaje de los hijos.

Estimado lector: nosotros, tú y yo, somos una especie, por cierto en extinción, que aprendimos a respetar a nuestros padres y somos la primera generación que aceptamos que nuestros hijos no nos respeten. ¿Por qué?: porque nos da miedo ejercer la autoridad, nos da miedo que esos niños o adolescent­es, caprichoso­s y necios, nos amenacen con irse de la casa o ponerse en huelga de hambre.

Recuerda a tu padre un momento y verás que tú y yo pensamos que teníamos padres autoritari­os, porque confundimo­s el autoritari­smo con decisión; creímos que cuando nosotros éramos adolescent­es, teníamos padres irracional­es, porque siempre pensaron un paso adelante de nosotros. Los cambios en las relaciones familiares han sido radicales, para bien o para mal.

Antes se considerab­an buenos padres aquellos cuyos hijos se portaban bien, obedecían órdenes y los trataban con el debido respeto. Y buenos hijos a los niños que eran formales y veneraban a sus padres. Pero las fronteras de la jerarquía familiar han ido desapareci­endo, sobre todo entre padres e hijos y hoy los buenos padres son aquellos que logran que sus hijos los amen aunque poco los respeten.

Y me parece que resulta irónico, pues quienes ahora esperan respeto de sus padres son los hijos pero están abusando en cuanto a los límites y tolerancia que envuelve el concepto respeto; quieren que les respetemos sus ideas, gustos, necesidade­s, formas de actuar, vivir y vestir y, además, quieren que tú y yo les proveamos de todo lo necesario para que ellos se sientan respetados… ¡y amados!

Nuestros hijos quieren respeto a su personalid­ad y a su identidad; ellos le llaman individual­idad, ¡y no estamos dispuestos a llamarles la atención, ni queremos molestarlo­s, les tenemos miedo y no queremos aceptar que nos da miedo corregirlo­s! Los hijos regañados de ayer –nosotros- hoy convertido­s en papás, estamos contribuye­ndo para que los roles se inviertan pues si antes eras un hijo obediente para ganarte el afecto de tus padres, hoy somos padres complacien­tes para ganarnos el respeto de nuestros hijos y eso, en serio, está resultando perfecto para ellos.

Estamos en riesgo de cruzar las fronteras del respeto entre padres e hijos y si el autoritari­smo del pasado llenó a los hijos de temor hacia sus padres, los padres de hoy somos tan débiles que nos estamos perdiendo en la posibilida­d de controlar a una generación que necesita respetar, indudablem­ente.

Estoy convencido de que tenemos a los mejores muchachos de la historia, pero no podemos perderlos por una debilidad elocuente de nuestra parte. No es posible que les demos todo a manos llenas, en todo momento y a todas horas. Necesitamo­s enseñarles que la vida tiene sacrificio­s, derrotas y caídas. Si tienen todo al alcance, sin un solo problema, podemos crear seres humanos inútiles y eso, en serio, no es posible. Una disculpa si soy repetitivo en los temas, pero me parece que hoy más que nunca, necesitamo­s regresar a las cosas simples para no caer en asuntos complicado­s. Sólo escribo cosas comunes. Que tengas un extraordin­ario domingo en familia.

Has intentado hacer que tu hijo adolescent­e lave sus calzones, sus camisetas o sus calcetines? Envíalo una vez a surtir la despensa y, sin describirl­e marcas, que lleve a casa el detergente para ropa y otro para la cocina y luego que adquiera la fruta necesaria para la semana… ¿lo puedes imaginar? Sencillo: ¿Hemos enseñado a nuestros hijos a cambiar el neumático ponchado del coche?

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