El Heraldo de Chihuahua

¡Adios Memín!

Primer amor de mi vida…distancia, que no pasó del intento;…

- POR: GONZALO R. GARCÍA TERRAZAS

DISTANCIA ALBERTO CORTEZ

quel Domingo de Pascua sentí, por vez primera, el influjo de Eros. Como todos los Domingos de Pascua, significab­a el fin de vacaciones de Semana Santa que pasábamos con los abuelos en Satevó, donde, en compañía de primos y muchachos del lugar, gracias a la libertad, disfrutába­mos de divertidas aventuras vagando ad libitum por el pueblo y por el río, lo que acarreaba algunas veces castigos y otras lo dicho por Cervantes, que “el trasero es el fiador de los muchachos” por causa de las travesuras y picardías propias de la edad y de las circunstan­cias; como circunstan­cial fue aquel encuentro con algunas semillas de chile colorado que fueron a parar al incensario de la iglesia un Viernes Santo, incrementa­ndo considerab­lemente las piadosas lágrimas de la feligresía y los oficiantes. Inolvidabl­e época de la vida que se recuerda con alegría y no poca nostalgia. Pero aquel domingo sucedió lo inevitable.

Fue al salir de Misa de Resurrecci­ón, era un tibio mediodía. Allí estaba Ella, en el atrio de la iglesia, iluminado su vestido blanco por el brillante sol de abril; la mantilla de albo encaje y la oscura cabellera caídas sobre sus hombros creaban un armónico marco al rostro de exquisitas facciones, a los grandes y sombreados ojos castaños que, bajo unas pobladas y bien delineadas cejas, fijaron su atención en mí. Ante aquella inolvidabl­e mirada, que frenó mi afán de buscar a los amigos, quedé paralizado, mudo, con la hormona desbordada en un nuevo y feliz estado alterado. Su boca esbozó una sonrisa, ignoro si para mí o por mi aturdida imagen. Eso fue todo, a la imperativa voz de la madre, ella y sus hermanas emprendier­on el regreso. Yo, sin más voluntad, caminé detrás de ellas hasta que entraron en su vivienda, necesitaba ver de nuevo aquellos ojos, fue una vana pretensión, desapareci­ó en un sombrío zaguán poblado de helechos.

Las vacaciones llegaron a su fin, lo que significab­a esperar el período vacacional de verano para retornar al pueblo, para estar cerca de aquella muchacha que me hechizó con su mirada y su sonrisa.

Fue un compás de espera largo, lento; dos meses y medio -setenta y seis días-, pensando, soñando e imaginando sensuales encuentros, un imperioso deseo de abrazarla, ceñir su esbelto talle y pasar horas a su lado. Por fin el curso escolar llegó a su fin y, con ello, el inicio de las ansiadas vacaciones. Lo más rápido posible me trasladé al pueblo en el camión que surtía el almacén de mi abuelo, y después de instalarme en la espaciosa y fresca habitación y saludar a la familia salí, no en busca de diversión sino para saber de Ella. En la plaza encontré a su hermana, con quien tenía yo alguna confianza por ser amiga de mis primas y, armándome de valor, después de los saludos y algunos circunloqu­ios le conté mi interés por su hermana, necesitaba hablarle.

- ¡Mmmm! Ya sé que te gusta Ella, me lo contó tu prima – dijo en tono burlón – pero es muy chica y no piensa en nadie.

- Pues yo nomás he pensado en ella – repliqué de inmediato – Ándale, consígueme una plática con ella en la plaza cuando salgan en la noche.

Ante mi insistenci­a, se quedó unos instantes cavilando y respondió: - Bueno, pero ¿qué me das? - me preguntó sonriendo Eso me tomó enterament­e por sorpresa, nunca lo hubiera imaginado:

- No, no lo sé – dije con timidez - ¿un chocolate Milky Way? - ¡No! ¿Cómo un chocolate por eso? – contestó airadament­e

- Bueno, la caja completa – ofrecí con rapidez

- ¡Ay! ¡Claro que no! – exclamó dándome la espalda - Bueno ¿Qué quieres entonces? – pregunté ansioso

- Tu colección de Memín Pinguín – dijo mirándome de reojo

Ciento cincuenta y seis ejemplares de aquél ícono de la historieta mexicana, creación de Yolanda Vargas Dulché, publicació­n semanal que aparecía los miércoles y me guardaba amablement­e la señora del quiosco de revistas; tres años ininterrum­pidos de las aventuras del simpático negrito y sus amigos fueron el costo de aquella mi primera cita de amor. Tan intenso como breve fue el debut en el inaugural, inexorable y avasallado­r ritual de la vida, breve porque me concedió algunos veinte minutos de charla frívola para luego marcharse a jugar al calabacead­o y así fueron todos los días hasta el fin de mi estancia en el pueblo, resolviénd­ose en nada aquella pasión. Sin embargo, le agradezco, con toda la efusión del espíritu, la revelación de la Mujer. Por ello nunca consideré una mala determinac­ión el decir: “¡Adiós Memín!”.

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