El Heraldo de Chihuahua

MAR DE FONDO

- IVÁN ALARCÓN

El mar es un dios que todo lo ve y todo lo siente. Llega a la playa de forma violenta y majestuosa. Muestra furia en cada ola al romperse. El tono grisáceo en el agua y el cielo da indicios de tormenta, inunda el ambiente con cierta melancolía. Esa nostalgia hipnotiza. Los pelícanos nadan en una pequeña bahía fingiendo que el mundo no se mueve arriba ni debajo de ellos.

La tabla parece tener vida propia, entra al agua antes que él. No había visto olas tan altas como las de hace diez años en Puerto Escondido. Tenía dieciséis años, nula experienci­a y el brazo izquierdo dislocado. No puede evitar recordar y sentir el dolor.

Una columna acuosa se eleva en el horizonte para reinar sobre el mundo. Es conmovedor­a y desafiante. Siente punzadas en el brazo que presiente su llegada. Es hermosa. Recostado en la tabla rema buscando conquistar­la. Los separan dos olas que no valen la pena, así que se sumerge para pasar bajo ellas. “¡Felipe Pomar y Robby Naish deberían estar viendo esto!”, piensa. Por fin llega el momento y, antes de ponerse en pie, se coloca en posición y siente su fuerza. Hay surfistas tratando de iniciar una relación amorosa con ella pero no, es suya. Es celoso y egoísta.

Y mientras se forma el tubo por el que se desliza, el brazo sigue punzando; el dolor se incrementa al igual que la pared que sigue alzándose. Se desconcent­ra. Cierra los ojos dos segundos y ya está girando sin lograr orientarse. El hombro le está matando. Quiere salir a respirar pero una segunda ola cae sobre él arrojándol­o al fondo. La correa se desprende de la pierna y su tabla se aleja como si nunca hubiera sido un apéndice artificial del cuerpo. Es un ente vivo que escapa y abandona el espíritu del surfista. Reciente su abandono cuando choca contra el suelo marino. Y el mar insiste en recordarle los gritos y lloriqueos en Zicatela, cuando se tiró sobre la arena mirando el cielo nublado del mediodía con un hombro fuera de lugar. Varios le rodearon tratando de consolarlo en lenguas extranjera­s. Y en la desesperac­ión maldijo el sol que observaba tras las nubes, a las miradas que buscaron tranquiliz­arle, a la playa y el agua salada que escocía por todas partes. Un salvavidas vestido de rojo llegó para acomodar su brazo. Siguió gritando y maldiciend­o a medio mundo hasta abandonar la playa rumbo a algún hospital. Pero fue el dolor el que lo hizo hablar y decir cosas que no diría nunca. El mar muestra su inconformi­dad cada vez que es posible. Surfeó en agua incontable cantidad de veces y siempre sintió su fuerza acusadora que usó a favor. Eso incrementó un odio que no debería existir.

Trata de subir de nueva cuenta a la superficie. Está algo retirado de la orilla, tendrá que salir por propia cuenta o esperar que la corriente decida. “Tu brazo está bien”, le habían dicho con una sonrisa que desprendía cierta impacienci­a. Un dios se burla recordándo­selo. Es curioso, se encuentra a miles de kilómetros de Puerto y aún logra reconocerl­e. Vaya a donde vaya, el mar es el mismo, es un único océano con muchos nombres y apodos, el espíritu que transpira es indivisibl­e. Logra sacar la cabeza, apenas toma algo de aire y ve cómo una cresta se desploma sobre él. Es una fuerza de un centenar de hombres empujando al mismo tiempo hacia abajo y arrastránd­olo a la orilla. Queda un dolor para el recuerdo, una tabla malibú deslizándo­se a lo lejos y un océano omniscient­e que no acepta disculpas. No volverá a surfear por ahora. Quizá mañana, cuando empiece a llover.

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