El Heraldo de Chihuahua

La médico que todo lo puede

Las plumas fueron cayendo livianas, entre los pliegues de la falda de Estela y el césped.

- POR: JANETH ROGELIO

Estela es médico, de apariencia pequeña y modos delicados, se le adivinaría sumisa y frágil sin embargo su carácter dista mucho de serlo. A sus apenas treinta años es la única mujer de la familia con título universita­rio y también de hijos numerosos: cinco. Hace dieciséis años se casó con Carlos y desde entonces, viven en San Nicolás de Quijas, una localidad lo suficiente­mente al sur de la ciudad para ser considerad­a territorio aparte. Estela, a pesar de haber sido educada en la capital, es tan ranchera como la leche bronca y apenas unos meses después de su matrimonio, convenció a su pareja de mudarse a un sitio tranquilo, lejos de la ciudad cuyo bullicio y tráfico, la hacían sentir como si siempre estuviera yendo deprisa y nunca fuera lo suficiente­mente eficiente, y veloz.

“La médico que todo lo puede”, le apodan en el pueblo. Estela posee la misma habilidad para ordeñar una vaca, tratar infeccione­s de garganta o coser algún dedo abierto, ante la prisa de picar tomate. Estela consulta en casa. Carlos acondicion­ó el cuartucho de los tiliches, convirtién­dolo en una modesta pero limpísima habitación. Los tonos azules de las paredes dan una sensación de tranquilid­ad al unirse con el verde de los helechos que colocaron en los costados. Lo demás es meramente básico: un escritorio, vitrinas con hierbas y ungüentos, una viejísima pero aun cómoda cama de exploració­n y por supuesto la báscula. El pueblo es tan pequeño que aún se practica el trueque, los pacientes a cambio de sus servicios, llevan raciones de granos u objetos cotidianos, como cacerolas en buen estado y hasta gallinas. La pulsera de oro adornando la muñeca de Estela, fue un pago realizado por haber salvado al hijo del alcalde después de que jugando a la cocinita con Brisa, hija de los liberales, como como nombran a la familia de Estela y Carlos, bebiera unos cuantos tragos de veneno para ratas.

El sobrenombr­e “la médico que todo lo puede”, surgió de su voluntad incuestion­able. Es una mujer tajante y de mirada enérgica, mandona. —¡Nada de químicos! Gotas de valeriana y pasiflora para conciliar el sueño. —¡Niñas! a comer cítricos porque viene el invierno—. Si Lila, Brisa, alguno de los más pequeños o incluso Carlos rezongan ante su palabra, refuta: —Te lo digo como médico, no como madre ni esposa—. Bajo la misma frase raciona las piezas de pan dulce y las horas de televisión. Estela también participa en la política del pueblo, asegura poseer una aguda sensatez derivada de sus estudios. Ella todo lo puede o… casi todo.

Uno de los principale­s testigos de su autoridad, es el perico Lucas. El ave fue adoptada por la familia durante uno de sus viajes al sur de México. El entonces pequeño, viajó dentro de una cajita donde le desperdiga­ron semillas de calabaza. El polizonte salía en momentos y daba brinquitos de rodilla en rodilla, pero fue oculto bajo el asiento del copiloto en cada una de las casetas de revisión, de los militares. Desde entonces Estela fue cansándose de que a capricho, Lucas revolotear­a a su alrededor para luego pararse encima de su cabeza y por mera decisión y quizá coraje, hace dos veranos, le cortó las alas.

Una tarde estando sola en el consultori­o, observó al ave abriendo la puerta con su piquillo negro, despreocup­ado, se dirigía hacia los helechos. Estela lo llamó. —Ven Luquitas, ven —dijo en tono suave pero apenas se agachó, éste se levantó en vuelo y gritando su nombre aterrizó como de costumbre sobre la cabeza de Estela. Sintiendo el ligero picor de las garras del animal pero sin perder el control, la médico estiró su dedo índice y con el ave en éste, lo llevó al patio… para luego coger las tijeras de costura. Entre palabras tiernas y piropos: —Perico, periquito bonito, verde ¿quién te quiere verde?— cortó sus alas.

Lucas permaneció inmóvil, creyéndose mimado, como si se tratase de un sansón dormido.

Aquella tarde fue de silencio en casa. Los niños viendo a Lucas con las alas y el copete atusado, retiraron la palabra a su madre. El ambiente fue hostil durante varios días, cada cual comiendo en horas diferentes a las de su madre, cada cual vistiéndos­e, yéndose y regresando de la escuela, respondien­do de mala gana y con monosílabo­s, sin mirarla a los ojos. Los más pequeños Felix y Jairo preferían ir con sus camisitas masticadas antes que pedirle a su mamá que les ayudara a plancharla­s. A pesar de la protesta, Estela se mantuvo firme en su decisión, se justificó como de costumbre por ser médico y porque ningún profesiona­l quiere ser visto por los pacientes a media consulta, con un perico intruso por compañía, dormido entre las plantas o peor aun sobrevolan­do el área. — Además es indoloro, —argumentó. Lila, la primogénit­a, no estuvo muy segura, ni la primera ocasión ni las siguientes cuando ante el crecimient­o natural de las plumas su madre ha repetido la maniobra. Algo similar ocurrió con un par de conejitos que las niñas criaron durante meses y en últimas fechas con las aves regordetas del patio: cuando los pollitos están repuestos y culones, Estela hace su voluntad: los coge por el pescuezo, los hace girar y con un par de vueltas les quiebra el cuello, prepara caldos y guisados.

—¡La médico que todo lo puede! Nadie le sobrevive a Estela. ¡Cuidado! —advierten a sus pacientes y entre los amigos más en broma que con tirria. La familia ha aprendido a sobrelleva­r su carácter, a ignorar sus ocasionale­s rabietas donde agita los brazos y las mejillas se le pintan rojas como un par de granadas. Además, cocina exquisito, nadie podría seguir molesto con ella y comer sólo huevos estrellado­s o frijoles refritos. Incluso Lucas, el perico, continúa siendo atento con Estela y casi tan vivaracho como cuando tenía alas. Antes del corte de sus plumas, Lucas solía deslizar el seguro de su pajarera y volar desde la puertecita para treparse en el esprín que conduce al patio y que también sabe abrir, planeaba libre dentro y fuera de la casa, volaba hasta las macetas colgadas del techo para columpiars­e mientras cantaba su nombre dividido en dos sílabas: ¡Lu-cas! Con las alas cortas sus trayectos continúan, salvo algunas modificaci­ones: en lugar de elevarse desde la pajarera, el perico se resbala por los pilares que la sostienen. Si Lucas escucha a Estela en la cocina, camina hasta ahí, y aprendió cómo subir las escaleras que antes atravesaba de varios aleteos: clava su pico en el primer peldaño de madera, empuja su cuerpo hacia adelante y sube las dos patas a un tiempo mientras anuncia: —¡Lu cas! —y repite el movimiento hasta encontrars­e en el segundo piso, donde se dirige al ventanal de la estancia o a la habitación de las niñas.

Cada mañana, el primero en despertar es precisamen­te el perico sin alas. El ave realiza su recorrido, similar a un acto de escape y trepa a la camita matrimonia­l de las niñas, escala ayudado por sus garras, posándose sobre el edredón:

—¡Lu cas! ¡Lu cas! —grita y salta, mientras ellas se ríen y se esconden. —¡Luuuuuuuca­s! —responden mientras el ave jalonea pliegues y pliegues de mantas intentando alcanzar sus trenzas para jalarlas. —¡Lucas! ¡Piojoso! —reniega Estela cada vez que lo alcanza a observar, —¡Abajo! ¡Necio! —repite en vano, agitando los brazos y lanzándole algún cepillo o cojín. Estela reniega ya coloradísi­ma, mientras el ave continua coreando su nombre, saltando con las alas cortas, cortísimas, bien abiertas.

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