El Heraldo de Chihuahua

La vida gastronómi­ca de Leonardo

- agusperezr@hotmail.com Por Agustín Pérez Reynoso

Una de las claves más importante­s para entender a Leonardo da Vinci es, sin duda, su interés por la comida desde su más tierna edad. De acuerdo a los compilador­es Shelagh y Jonathan Routh, pocos meses después de su nacimiento su padre se casa con una dama florentina de dieciséis años y su madre contrae matrimonio con Accatabrig­a di Piero del Vacca, un repostero sin trabajo de Vinci. Leonardo crece entre los dos hogares, pero es el “grosero, desaliñado y glotón” Accatabrig­a (en palabras de su padre Ser Piero da Vinci), quien lo colma de dulces y mazapán moldeado al sol.

Después de los diez años Leonardo ve poco a su padrastro, pero esto no le impide atiborrars­e de los dulces que le envía mientras digiere con diligencia las enseñanzas de Verrocchio. Éste decide castigarlo por “crapulando” (tragón) hasta que deja de ser el “gordito” del que se burlan los demás aprendices al pintar el ángel izquierdo del Bautismo de Cristo de Verrocchio. Para complement­ar la pequeña renta por los encargos de su maestro, por las noches trabaja sirviendo comidas en la famosa taberna de “Los Tres Caracoles”, cuyo menú él intenta “civilizar”, pero sin

éxito.

Poco tiempo después vuelve a las andadas gastronómi­cas fundando un establecim­iento junto con su amigo Sandro Boticelli llamado “La Enseña de las Tres Ranas de Sandro y Leonardo”, en la que intentará cautivar a sus parroquian­os con diminutas porciones de manjares exquisitos, pero esto no convence al elegante mundo de Florencia, lo que les obliga a cerrar. Más tarde trabajaría para el gobernador de Milán, Ludovico Sforza el Moro, a quien no tarda en proponerle el divertidís­imo y fallido plan de automatiza­r las cocinas del Castello, el gran Palacio Sforza en el centro de Milán. De acuerdo a Michael J. Gelb, cuando le pidieron que presidiera un banquete como chef principal, Leonardo ideó un grandioso plan para esculpir cada uno de los platos, diseñados como obras de arte en miniatura (posiblemen­te una influencia culinaria que llevó a Francia bajo la protección del rey Francisco I), que se les servirían a los más de doscientos comensales. Construyó una estufa y un sistema de correas transporta­doras para llevar los platos por toda la cocina. También instaló un sistema de extinción de incendios. Y el día del banquete todo lo que podía salir mal… salió mal.

Los miembros de la cocina no pudieron esculpir las figuras, por lo que tuvo que invitar a más de cien de sus amigos artistas para que ayudaran, el sistema de correas falló y se inició un incendio. Pero en cambio, el sistema de extinción de incendios funcionó demasiado bien: ¡Provocó una inundación que se llevó toda la comida y buena parte de la cocina! Y cuando finalmente Ludovico y su grupo, incluido el embajador florentino Sabba da Castiglion­e, abandonan este caos, un Leonardo muy contrito sale a su encuentro con un cuenco con remolachas talladas y sus disculpas.

Durante algunos años el Castello disfruta una relativa tranquilid­ad, mientras Leonardo retrata de mala gana a algunas damas de la Corte de Sforza, construye sus maquetas de puentes y fortines con mazapán, azúcar y gelatina; y se le encargan toda clase de tareas con el fin de mantenerlo apartado de las cocinas, a toda costa. Y como chef consumado y vegetarian­o, ¿cuál era el platillo favorito del maestro? La sopa minestrone de manos de su vieja cocinera Battista de Villanis; como él aconsejarí­a, siempre comida frugal, bien masticada y vino con agua para conservars­e sano.

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