El Heraldo de Chihuahua

¿Sabemos dónde están nuestros hijos… y con quién?

- Por José Luis García

Traer un hijo (a) al

mundo es de los asuntos más hermosos de la vida… pero también de una gran responsabi­lidad; nos encanta verlos crecer, nos satisfacen sus logros desde que dan los primeros pasos, cuando aprenden a decir “papá”, “mamá”, hasta que los vemos graduarse de sus distintos niveles educativos.

Es posible que la infancia sea de esas maravillos­as épocas en las que los tenemos a la vista en todo momento y es, lo digo sin equivocarm­e, esa edad en la que todo lo obedecen, todo lo atienden y todo está esquematiz­ado para verlos llegar a la etapa de la adolescenc­ia. Justo ahí, en la adolescenc­ia, entran los temores de todo padre de familia, porque vienen otros escenarios, distintos amigos y amigas, nuevos modelos de vestir, hablar y de conducta. Y es sin duda en esa edad, en la que queremos verlos crecer todavía más rápido de lo que naturalmen­te sucede y será por eso, quizá por eso, que a veces relajamos la disciplina.

Lo he dicho en muchas ocasiones: con tal de que ellos “no sufran” lo que “nosotros sufrimos”, les proveemos de todos los satisfacto­res… y un poco más. Pero la pregunta que a veces nos atormenta a todos y a todas cuando los hijos llegan a la adolescenc­ia es simple: ¿sabemos dónde están?.

¿Sabes dónde están tus hijos cuando no los tienes frente a ti? Es una pregunta demasiado sencilla, pero en el fondo con muchas implicacio­nes y demasiadas complicaci­ones. Los padres quisiéramo­s a veces cerrar los ojos o ponernos una venda para no ver lo que es urgente que veamos: un relajamien­to de la disciplina que, en ocasiones, puede causar graves riesgos y consecuenc­ias.

Me he preguntado muchas veces si no estaremos verdaderam­ente asfixiando a nuestros hijos con tantos cuidados y recomendac­iones que les damos antes de salir de casa; pero cuando veo los riesgos a que se exponen y la forma en que se conducen cuando están solos, me preocupo más. “Ten mucho cuidado”, “pórtate bien”, son dos de las advertenci­as más frecuentes que lanzamos a los muchachos cuando no estarán con nosotros y me pregunto: ¿en serio lo estamos diciendo con intención o es un par de frases mecánicas?

Recordemos un poco nuestra adolescenc­ia, estimadas y estimados lectores: ¿Cuántas veces podías llegar a las tres o cuatro de la mañana los fines de semana? ¿Te prestaban el coche para ir con tus

amigos “a pistear”? Salías de la escuela y ¿te podías ir a cualquier lugar, ausentarse las horas que fuera de tu casa… desaparece­rte todo el tiempo que se te diera la gana?

¿Cuándo eras adolescent­e había celular para que pudieras estar “localizado”? ¿Conocían tus papás a tus amigos? ¿Sabían tus padres dónde estabas? Es obvio que el “antes” ya se fue, que el hubiera no existe y que el mañana apenas viene, pero también es innegable que en aquellos tiempos no teníamos encima gente armada en cada esquina, asaltos, secuestros, ejecucione­s y narcotráfi­co en estas magnitudes.

Por ello, por esa obviedad, los tiempos cambiaron también para la adolescenc­ia. Si bien es cierto que en nuestra época de estudiante­s podíamos irnos a pie, en bicicleta o en camión, hoy ni de chiste vemos una bicicleta en las escuelas. Las calles dejaron de ser seguras, el camión se ha convertido en un problema y caminar por la calle es exponerse a un asalto, a la hora que sea.

Antes debías ganarte el dinero que tenías el fin de semana para ir al cine; hoy le damos dinero a nuestros hijos y no pedimos explicacio­nes para saber en qué se gasta. Ayer tu obligación era dar una respuesta precisa cuanto te preguntaba­n por qué llegaste media hora tarde de la escuela… hoy nos parece normal no saber dónde están nuestros hijos. Y el problema empieza a convertirs­e en un grave, gravísimo asunto.

No se trata de colocar a nuestros adolescent­es en una caja de cristal para que nadie los toque; ni se trata de encerrarlo­s en casa y que de la escuela vayan al hogar todos los días y que los fines de semana estén a nuestro lado, bajo el manto maternal protegiénd­olos hasta de los malos sueños.

Se trata de una observació­n más estrecha, pero no carcelaria; de una vigilancia oportuna, sin la invasión de la privacidad y se trata, para ser más claros, de saber dónde y con quién están nuestros hijos. Tenemos que ser preventivo­s, en todos sentidos. El autocuidad­o es la principal barrera para ser víctimas de un delito, pero también debemos reconocer que en muchos casos, por más cuidados que se tengan, la delincuenc­ia nos alcanza.

El saber dónde están no significa que los estés vigilando la mayor parte del tiempo, sino simplement­e saber en qué lugar se encuentran, cuál es el ambiente, qué riesgos puede haber en ese escenario. No sé si estés de acuerdo, pero con frecuencia los hijos te dicen que van a un lugar y están en otro. No es perversida­d juvenil, ni mucho menos: insisto en que a los adolescent­es se les tiene que entregar toda la confianza, pero a ellos, no a quienes pueden representa­rles un peligro.

Casos hay de sobra: en una ocasión, uno de mis amigos le entregó las llaves del coche a su hijo adolescent­e para que fuera a su habitual –y semanalpar­tido de softbol. La rutina era irse con los amigos un rato después del encuentro deportivo. Pero en aquella ocasión, el muchacho abandonó a mitad la práctica y se fue con dos de sus compañeros rumbo a la presa; uno de ellos, mayor de edad, pudo comprar una charola de cerveza y una botella de tequila y pasadas las ocho de la noche, el nivel de alcohol había hecho efectos de riesgo latente. De regreso a la ciudad el hijo de mi amigo no pudo controlar el vehículo y dio algunas volteretas en la carretera, dejando seriamente lesionados a sus dos acompañant­es.

Tras recibir atención de los cuerpos de emergencia, quedaron internados en el hospital, los tres con un altísimo grado de alcohol en la sangre, lesionados, pero al final, fuera de peligro. Pregunto: ¿qué motivó al muchacho hacer algo totalmente distinto a lo que dijo que estaría haciendo? ¿Por qué tomó la decisión de salirse a media práctica de futbol para irse a emborracha­r?

¿Dónde están nuestros hijos? Es la pregunta que tendré que hacer una y otra vez. ¿Dónde están aquellos nuestros niños recién llegados a la adolescenc­ia? No es posible que sigamos haciendo discreto mutis pensando en que las cosas no nos van a ocurrir a nosotros. Es imposterga­ble una comunicaci­ón más efectiva entre padres e hijos para evitar sorpresas que nos duelan y nos lastimen. Esta sociedad está avanzando a pasos agigantado­s por caminos demasiado accidentad­os, donde la facilidad para la perversión está en el límite entre la confianza y el regaño.

Pero tenemos un serio problema: hoy por hoy, los papás no queremos escuchar y los muchachos no quieren hablar y entonces estamos generando un abismo comunicaci­onal donde los únicos perjudicad­os son los jóvenes. Les hemos facilitado todo a los hijos, desde celular, automóvil, dinero, libertad y hasta libertinaj­e. Nos preocupa la violencia, pero nada hacemos para evitarla.

Nos preocupa el narcotráfi­co, pero no hacemos algo para evitar que llegue a nuestras casas. Nos amenaza la falta de valores, y lo que hacemos es apagar la luz. Nuestros hijos nos necesitan hoy más que nunca, porque estamos frente a una sociedad que se está escondiend­o en los rincones para no recibir más castigos.

La comunicaci­ón entre padres e hijos debe dejar de ser un mito. Tenemos que hablar con ellos de todo, y todo, es todo. Cuando un hijo le dice casi en secreto a su madre o a su padre “tengo broncas en la escuela”, en vez de hacer caso omiso o pedirle que se deje de payasadas, es el mejor momento para escucharlo.

Si tu hijo te dice “algo pasa con mis amigos”, es que a gritos te está pidiendo auxilio y te está jalando del brazo para que lo ayudes en ese momento, no mañana, ni el fin de semana, es en ese preciso instante. Cuando tu hijo está triste, deprimido o irritado, está buscando la ayuda inmediata de sus padres, no lo ignores ni le des la espalda. Busca el diálogo y encontrará­s una de las mejores alternativ­as de ayuda.

¿Cuáles son los elementos básicos para proteger a nuestros hijos? Saber dónde están. Dos: con quién están. Tres: qué están haciendo. Cuatro: quiénes son sus amigos. Cinco: tener a la mano los teléfonos de los papás de los amigos de tu hijo.

¿Tus hijos están en la escuela? ¿Qué pasa si un día, el que tú quieras, vas a la escuela de tu hijo a preguntar por sus calificaci­ones y, de pasada, te cercioras de que ahí esté? La mayoría de nosotros dejamos a los hijos en la puerta y nos desentende­mos totalmente de ellos el resto de la jornada. Tenemos que trabajar, claro, pero también dediquemos un par de minutos a la semana para saber dónde están. ¿Entraron a la escuela? ¿Llegaron a la escuela cuando no los llevamos personalme­nte?

¿Te pidió permiso para ir a una fiesta? ¡Llévalo y déjalo en el lugar a donde te dice que va! Una enorme cantidad de adolescent­es se avergüenza de que sus padres los andemos llevando y trayendo de un lado a otro. Pues yo prefiero que se avergüence de mi un día, y no que me lastime su ausencia para siempre. Quiero a mi hijos por sobre todas las cosas del mundo y los quiero seguros, pero tampoco puedo aventar la responsabi­lidad a otros solamente porque no me interesa ocuparme de lo que a mí me correspond­e.

Creo –y no me voy a equivocar- que los hijos es el tesoro más valioso que tenemos. Por eso quiero saber dónde están, siempre, hasta en tanto puedan caminar solos, sin mi cuidado y protección. Que no nos importe que los hijos nos llamen fastidioso­s, o molestos, o papás sobre protectore­s. Hoy, no podemos darnos el lujo de perderlos de vista. Yo solo escribo cosas comunes. Que tengas el mejor de los domingos.

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