El bautismo “es Cristo que vive en mí”
Celebramos hoy la fiesta del Bautismo del Señor, en la que Jesús es presentado por dos testigos, como lo pedía la ley judía, por el Espíritu Santo y por la voz venida del cielo que nos hace pensar en el Padre. Mejor recomendación no se puede tener. Todavía así “vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). El bautismo de Jesús, más que recibir al Espíritu Santo para nacer a la vida de hijo de Dios, o para el perdón de sus pecados, fue una revelación de su identidad de Hijo de Dios, había sido concebido por obra y gracia del Espíritu Santo (Lc 1,35). A Lucas le interesará mucho decirnos que tanto Jesús como la Iglesia son obra del Espíritu Santo (Lc 4,18; Hch 3,1-2). Contrasta ahora el bautismo de Juan con el de Jesús, precisamente para decirnos que la originalidad del cristianismo es ser animados por el Espíritu, el cual no se agota en preceptos o tradiciones humanas. El Espíritu nos da la identidad de hijos de Dios y discípulos fieles de Jesucristo. Se trata de tener los mismos sentimientos de Cristo, para vivir en comunión con los hermanos, “teniendo unos mismos sentimientos, compartiendo un mismo amor, viviendo en armonía y sintiendo lo mismo” (Flp 2,2).
Si el bautismo de Jesús es un signo de nuestro bautismo, éste tiene que ser para nosotros un entrar en el misterio de Cristo, como don del Padre bajo la acción del Espíritu Santo: “En efecto, por el bautismo hemos sido sepultados con Cristo quedando vinculados a su muerte, para que así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también nosotros llevemos una vida mueva” (Rom 6,4). Por eso, el gran anhelo del discípulo es “conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacernos semejantes a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos” (Flp 3,10-11). Ciertamente en nosotros sí remueve el obstáculo del pecado original. Este pecado más que ser una imposición dogmática quiere ser un motivo de esperanza frente al mal que habita en nuestro corazón. El hombre no está todo él corrompido, pero sí existe una herida que lo hace propenso al egoísmo. No es esto lo más importante del significado del sacramento del bautismo, pero debe ser dicho. Si el bautismo es un nuevo nacimiento, es justo dar razón de por qué se tiene que nacer de nuevo. Se tiene que enfrentar el misterio de iniquidad que ha aquejado a los seres humanos desde siempre.
El pecado original es una respuesta frente a este misterio de iniquidad. Sin embargo, lo más importante del sacramento del bautismo es la identificación con Cristo, hasta llegar a sentir con San Pablo: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Ahora, en mi vida terrena, vivo creyendo en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). Es necesario ir más allá del “bautismo social”, de mero tradición para celebrar el bautismo que nos identifica con Cristo, para vivir en él continuamente.