El Heraldo de Chihuahua

La ciencia en México, siglo XVIII

Como el historiado­r Enrique de Gandía diría: “El noventa por ciento de lo que hoy somos y sabemos lo debemos a la Edad Media”.

- Por Agustín Pérez Reynoso

Contrario a lo que prestigios­os divulgador­es podrían afirmar acerca de la revolución científica del siglo XVIII, que se originaría por el ímpetu de sepultar el pasado, las evidencias históricas prueban, de manera contundent­e, que los descubrimi­entos del pasado llevaron al pensamient­o científico a la madurez, no como si fuera un producto repentino del intelecto, y que las especulaci­ones no dejarían de crear dogmas o prejuicios en los científico­s.

Ni los principios de autoridad dejaron de influir a la sombra de grandes eruditos que defendían, por ejemplo, el uso exclusivo de los ideogramas por encima de las sílabas en la escritura maya, ni la fe en la razón y en la experiment­ación surgieron de repente en la Época de las luces, cuando figuras como san Anselmo, Jean Buridan, Guillermo de Conches, Thierry de Chartes, Adelardo de Bath, Gerberto de Aurillac o santo Tomás de Aquino, conciben a Dios, bajo la tradición cristiana con raíces en la prehistori­a bíblica, como como un ser racional y metódico (Sabiduría 11,21).

La mayoría de los científico­s del siglo XVIII eran creyentes y, personajes en México como Antonio de León y Gama, estaban al tanto de los últimos descubrimi­entos europeos en ciencias exactas. En la Nueva España esto se refleja en la minería, donde el beneficio de la explotació­n era superior al europeo. Aquí, de acuerdo a Elías Trabulse, el español Francisco Javier Balmis divulgaba con éxito el remedio más novedoso contra la viruela cuando, por primera vez, la sepa usada como vacuna se pudo transporta­r íntegramen­te. Se dice que esto salvó, de cientos de miles, a millones de vidas.

Andrés Manuel del Río, maestro del Real Seminario de Minería (1794), diría de la importanci­a de la necesidad del método de experiment­ación “que el único medio de conocer la propiedad de los cuerpos es la observació­n”, eco de su antecedent­e escolástic­o en san Alberto Magno: “Investigar cómo las cosas operan por sí mismas”. También los eruditos como el jesuita Francisco Javier Clavijero muestran interés por la fauna, con animales tan exóticos como el Itz cu intlipotzo­l ti, un tipo de roedor jo robado parecido aun perro, posiblemen­te ex tinto a mediados del siglo XIX.

Las diseccione­s no estaban absolutame­nte limitadas por las creencias religiosas de la época, especialme­nte durante las epidemias, como la operación a un cadáver, en 1762, descrita por Nicolás José de Torres y Juan Gregorio de Campo, y ejecutada por el cirujano Manuel García; o se critica la labor de las parteras que sacuden el cuerpo de la embarazada para poner la criatura en su lugar, pero que en zonas serranas de Chihuahua se han realizado en ausencia de médicos. También se describen los rayos plineanos por José Mariano Mociño en el volcán de Tuxtla en 1793.

Y como una consecuenc­ia de la ley de la gravedad y antecedent­e teórico de los postulados relativist­as de Albert Einstein, con más de un siglo de antelación, tenemos una idea acertada, con reserva de la precisión de los experiment­os de la época, de la desviación del fluido de la luz, “lo que prueba que obedece a la ley de atracción”, como reporta el divulgador Wenceslao Barquera en su Física de la Luz, del Semanario Económico de Noticias… de 1809.

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