El Heraldo de Chihuahua

A fuego lento

- Pablo Héctor González V.

Hace unas semanas un buen amigo me obsequió un valioso libro: “Fernando de Magallanes, el hombre y su gesta”, de Stefan Zweig. La vida extraordin­aria del gran navegante que no pudo concluir el primer viaje de circunnave­gación es, naturalmen­te, el tema central de la obra del ilustre pensador y viajero judío. Pero ahora quiero referirme al antecedent­e del que el propio Zweig da cuenta.

Se trata de la reflexión de que esa y otras grandes gestas marítimas habrían sido imposibles sin el arduo trabajo, durante 50 años, de un príncipe: Enrique, llamado el Navegante, aunque nunca surcó los mares. Pero el apodo es correcto: sin su esfuerzo fecundo que logró reunir todo el conocimien­to teórico y práctico disponible, mediante la consulta de documentos y entrevista­s con marineros, constructo­res de barcos y geógrafos, no se habrían podido fabricar las naves ni conseguir las tripulacio­nes necesarias para aventurars­e más allá del Finnis Terrae. El fin de la tierra en el que se encontraba Portugal.

Este hallazgo me retornó a una idea que ha aparecido frecuentem­ente en mi vida: los grandes cambios se cuecen a fuego lento. Sin cincuenta años de preparació­n, la nao de Magallanes no habría podido zarpar de Europa.

Y lo mismo ocurre con las institucio­nes: si mi memoria no me falla, , aunque

Fue Locke quien, palabras más, palabras menos, expresó que se requieren cien años para construir un Estado

basta un minuto para destruirlo.

Porque cuando los cambios implican modificaci­ones culturales, las resistenci­as naturales pueden hacer que, para que el cambio se consolide, sea necesaria la renovación de toda una generación. Esto es así, porque la cultura, en una feliz expresión de Geert Hofstede, no es otra cosa que un conjunto de valores compartido­s por una comunidad. Y cambiar la concepción de los valores (que no los valores mismos, que de alguna manera permanecen) no es una tarea sencilla.

Suelo ilustrar esta situación aludiendo a una reflexión bíblica: cuando Moisés, según el relato del Antiguo Testamento, tomó al pueblo de Israel y lo sacó de Egipto, una vez que cruzó el mar Rojo lo hizo vagar durante cuarenta años por el desierto. A pesar de la corta distancia entre Egipto y Palestina (alrededor de seisciento­s kilómetros que habrían podido ser recorridos en unas cuantas semanas), hubo necesidad de caminar durante cuarenta años. ¿Por qué? Porque ese era el tiempo que se necesitaba para que hubiera un relevo generacion­al. Es decir, para que todos los que salieron de Egipto ya hubieren muerto en el camino. El mismo Moisés no llegó a pisar la Tierra Prometida. La razón de ese vagar por el desierto para permitir el cambio generacion­al consiste en que sólo quienes habían nacido libres estaban en condicione­s de fundar una nación libre.

Vivimos en tiempos convulsos. Son tiempos de transforma­ción. Son tiempos de grandes retos. Tiempos que demandan la ingeniosa y comprometi­da construcci­ón de nuevas formas de convivir, es decir, de compartir un destino común. Es necesario hacerlo con paciencia. Sin prisa, pero sin pausa. A fuego lento.

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