EL SILENCIO Y LA FURIA
¿Qué poder tiene la música? El compositor norteamericano John Cage, en cuatro minutos y treinta y tres segundos, nos dijo que la música es lo que envuelve al espectador. Con esta pieza, que consiste en una partitura con la palabra latina “Tacet”, el compositor ordenaba el silencio. Una canción nunca será la misma. La sentencia —heracliteana, por supuesto— nos dice que cada vez que escuchemos una canción tendremos experiencias diferentes. No sólo escuchamos la música, sino que ésta se ve alterada por los sonidos que nos envuelven: desde el ruido del tren a lo lejos, los cláxones, los niños jugando en la calle, el canto de los pájaros, el bullicio de los vecinos conversando o mi hermano tocando la batería en la cocina al acomodar los trastes.
Por eso, cabe preguntarse: cuando cantamos, ¿siempre es por los mismos motivos? Las canciones populares se graban en el inconsciente colectivo y cada que cantamos lo hacemos dentro de una consciencia universal que nos recuerda al canto ritual más elemental de los primeros habitantes del mundo. Cantamos, casi, como si nos escuchara algún dios. Además, acostumbrados al mundo cinematográfico, podríamos decir que cada persona tiene su soundtrack: a cada escena de nuestra vida cotidiana le ponemos música de fondo; cantamos mientras alzamos la casa o tarareamos mientras vamos en el autobús. Pero este canto no siempre es el mismo. Basta, como simple y llano ejemplo, cuando ante la euforia cantamos mal y atribuimos el error —en una broma gastada por el tiempo— al cantante: es que se equivocó.
¿Qué poder tienen las canciones? En la memoria atesoro un concierto de Nacho Vegas en el Teatro Metropólitan y una canción en particular con la que me di cuenta del poder que tienen las canciones. En ese entonces mi padre ya había muerto y durante el concierto lo recordé cantando, entre los gritos de la gente que no dejó de corear. Pero en un momento llegó un espacio para el silencio y otro para la furia. Antes de cantar “Crímenes cantados”, Nacho Vegas invitó al escenario a un colectivo de mujeres feministas que leyó un manifiesto. La gente guardó silencio para escuchar la digna rabia. Entonces ahí entendí que el silencio también es música.
En el escenario sostenían una manta:
“Disculpen las molestias, nos están asesinando”.
Luego vinieron los gritos y los aplausos.
Nacho Vegas guardó silencio durante unos segundos y después continuó con su concierto. La gente ahora cantaba con más fuerza. La canción de Vegas era muy clara: porque de nada sirve el canto y es tiempo de luchar, que yo no hay que cantar —lo juro por la verdad—, más historias de asesinatos.
Ahora cada que escucho las canciones de aquel concierto, cierro los ojos para recrear la experiencia. Algunas lágrimas ruedan por la mejilla, unas por mi padre y otras por todos los muertos que se perdieron en el mundo y sus familias siguen buscando.
Sin duda, cada canción es un universo.