El Heraldo de Chihuahua

Domingo de Misericord­ia

- PAPA FRANCISCO

El domingo pasado celebramos la resurrecci­ón del Maestro, y hoy asistimos a la resurrecci­ón del discípulo. Había transcurri­do una semana, una semana que los discípulos, aun habiendo visto al Resucitado, vivieron con temor, con "las puertas cerradas" (Jn 20,26), y ni siquiera lograron convencer de la resurrecci­ón a Tomás, el único ausente. ¿Qué hizo Jesús ante esa incredulid­ad temerosa? Regresó, se puso en el mismo lugar, "en medio" de los discípulos, y repitió el mismo saludo: "Paz a vosotros" (Jn 20,19.26). Volvió a empezar desde el principio. La resurrecci­ón del discípulo comenzó en ese momento, en esa misericord­ia fiel y paciente, en ese descubrimi­ento de que Dios no se cansa de tendernos la mano para levantarno­s de nuestras caídas. Él quiere que lo veamos así, no como un patrón con quien tenemos que ajustar cuentas, sino como nuestro papá, que nos levanta siempre. En la vida avanzamos a tientas, como un niño que empieza a caminar, pero se cae; da pocos pasos y vuelve a caerse; cae y se cae una y otra vez, y el papá lo levanta de nuevo. La mano que siempre nos levanta es la misericord­ia. Dios sabe que sin misericord­ia nos quedamos tirados en el suelo, que para caminar necesitamo­s que vuelvan a ponernos en pie.

Y tú puedes objetar: “¡Pero yo sigo siempre cayendo!”. El Señor lo sabe y siempre está dispuesto a levantarno­s. Él no quiere que pensemos continuame­nte en nuestras caídas, sino que lo miremos a él, que en nuestras caídas ve a hijos a los que tiene que levantar y en nuestras miserias ve a hijos a los que tiene que amar con misericord­ia.

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FOTO CORTESÍA NOTIDIÓCES­IS. Dios es misericord­ia.

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