Pablo Héctor González V.
El filósofo español Juan Antonio Marina, en su estupendo y breve libro titulado El vuelo de la inteligencia, explica, con pretensiones de divulgación, una tesis que ha sido recurrente en la historia de la filosofía, sobre todo de la filosofía analítica. Se trata del postulado que sostiene que sin lenguaje no hay pensamiento humano. Parece una obviedad, pero no necesariamente lo es. No han faltado corrientes que defienden que la inteligencia y su objeto, que son las ideas, son anteriores al lenguaje con el que ellas se expresan.
Un sencillo ejercicio bastará para desechar que es posible pensar sin lenguaje. Intente usted imaginar algo, cualquier objeto, abstracto o concreto, prescindiendo de las palabras que lo nombran. Imposible, ¿verdad?
Si esto es así, resulta que pensar es discurrir, es decir, elaborar un discurso. Pero los discursos se dirigen a otros, son actos de comunicación. Constituyen, entonces, la base de la conversación racional. El animal político de Aristóteles es un animal discurrente. Es verdad que otros animales también tienen sistemas de comunicación, algunos muy sofisticados como
el de las abejas. Pero parece ser que lo que nos hace humanos no es el hecho de que podamos comunicarnos, sino de que lo hagamos a través de un instrumento, el lenguaje humano, que está formado por signos abstractos: las palabras.
La abstracción de las palabras se manifiesta, sobre todo, cuando se escriben para formar textos que luego constituyen libros. Los signos escritos, en tanto que ejemplos paradigmáticos del pensamiento abstracto son una de las cumbres de la inteligencia humana.
Irene Vallejo, en su extraordinaria obra El infinito en un junco, da cuenta del nacimiento del libro en el mundo antiguo. En su discurso de recepción del Premio Aragón de las Letras, relata la conexión necesaria entre la lectura y la conversación. Se hace camino al leer, afirma en un feliz hallazgo que parafrasea el famoso verso de Antonio Machado. Y no se queda ahí. Nos recuerda que no es casual que los términos lector y elector tengan la misma raíz. Y que el parlamento, ese lugar parlanchín, sea el espacio mágico en el que se concretan las leyes, que garantizan la justicia y la democracia. Leyes, justicia y democracia que, en boca de la escritora aragonesa, son palabras mayores.
El diálogo auténtico es el camino hacia la Verdad. La Verdad con mayúsculas de la que habla el propio Antonio Machado en aquel verso que reza: Tu verdad, no; mi verdad, no; la Verdad; y ven conmigo a buscarla…
Se trata entonces de que el futuro, nuestro futuro, depende de que seamos capaces de pensar, de discurrir, de conversar, de leer, de construir acuerdos, de fortalecer instituciones. Instituciones que sólo tienen sentido cuando se conciben y operan al servicio del bien común. Es decir, del conjunto de condiciones materiales y espirituales que permiten que todos, y no unos cuantos, ni siquiera la mayoría, tengan la oportunidad de plantearse un plan de vida coherente y llevarlo a cabo.