El Heraldo de Chihuahua

El mundo verdadero

En mi

- Alejandro Cortés González-Báez

labor sacerdotal no resulta infrecuent­e visitar enfermos en sus casas, hospitales, asilos, etc. Experienci­a que, sin duda, puede ser muy enriqueced­ora. Soy de la idea de que el mundo real lo encontramo­s en lugares como los hospitales; sobre todo, en los hospitales no particular­es, dado que allí el hombre descubre a sus auténticos amigos: sólo aquellos que lo visitan.

El enfermo se enfrenta con sus limitacion­es, con el dolor, con sus vergüenzas... En esos sitios no sirven para nada los títulos universita­rios, ni los reconocimi­entos. Cultos e ignorantes sufren por igual, no hay lugar tampoco para los disfraces, ni la ropa de marca, ni los perfumes —que buena falta hacen para contrarres­tar los malos olores—. Los enfermos no mandan, obedecen. No escogen, aceptan. No opinan, se dejan auscultar, mover, trasladar, bañar, limpiar, rasurar, inyectar, canalizar, operar; y al final de todo, aparece implacable la presencia de la muerte de los compañeros y… la propia.

Afuera, en la calle, circulan la mentira, el maquillaje, la pose. Afuera se va siempre de prisa por llegar antes a un quién sabe qué. Es el mundo de la bolsa de valores y la paridad del dólar. El mundo donde se mide la importanci­a de la gente por su dinero. El mundo donde hay hombres que se creen con el derecho de humillar a un ser igual a ellos. El mundo donde el que mete más goles es un semidiós. El mundo donde se le pone atención a las declaracio­nes de los famosos, aunque en muchos casos sean auténticas sandeces. El mundo

pocos los ateos y agnósticos que descubren la verdad de ese Ser que les dio a ellos la existencia, cuando la vida se les escapa en vómitos. Cuando ya sólo cabe el arrepentim­iento... es el tormento de haber gastado su irrepetibl­e vida en pequeñeces y, con frecuencia, en placeres fugaces.

donde Dios no cabe... o porque es demasiado grande, o porque “opinan” que no existe… ¡Pobrecitos!

No son pocos los ateos y agnósticos que descubren la verdad de ese Ser que les dio a ellos la existencia, cuando la vida se les escapa en vómitos. Cuando ya sólo cabe el arrepentim­iento con sabor a fracaso, y un dolor distinto al de los riñones; es el tormento de haber gastado su irrepetibl­e vida en pequeñeces y, con frecuencia, en placeres fugaces.

Si queremos valorar lo que tenemos podemos asomarnos a las salas de pediatría para ver las caras de los enfermitos y de sus madres. Podemos ver, también, a las de oncología para conversar una hora con quienes ya no se preocupan de su falta de pelo. Donde lo importante son los resultados del laboratori­o y la pérdida de peso. Donde lograr hacer sonreír al enfermo es un logro de más valor que una medalla en una carrera.

Cuánto bien nos puede hacer —a quienes todavía estamos sanos— visitar enfermos, sean o no conocidos, da igual. Aprender de ellos lo que realmente somos y seremos. También sería bueno enfrentar a los hijos con esa realidad, para que aprendan a vencer el miedo al dolor. Pero no, qué va, hay que evitarles el sufrimient­o a los niños y además no tenemos tiempo para “perderlo en esas cosas”, estamos demasiado ocupados... gastando nuestras vidas a base de dedicar muchas horas a la semana a trabajar para gozar de un mundo fugaz y mentiroso. ¿Cuándo maduraremo­s?

No son

www.padrealeja­ndro.org Presbítero y doctor en Derecho Canónico

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