El Heraldo de Chihuahua

Indigenism­o mexicano: ¿Un mundo distinto?

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Recuerdo a mis abuelos hablar en zapoteco. A mis padres. A mis tíos, tías, primos y primas mayores. Y lo hacían con tal fluidez y donaire que daba envidia aunque era lo cotidiano; parte de la convivenci­a común y corriente. Lo hablaban como Pedro por su casa, para reír o cantar o para celebrar el día a día; como también para los días nublados e incluso sacrosanto­s.

En todo caso era para el trajín diario y comunicars­e con otros. El buenos días o buenas tardes en la calle o en los lugares de convivenci­a común. Era como un enjambre de colibríes al batir sus alas. O como cuando se juntaban los cenzontles en el mangal del patio de la casa que era muy particular.

O como cuando se llevaban a cabo las juntas de comunidad a la sombra del gran sabino que preside a la comunidad y en las que los hombres mayores, cargados de sabiduría, llevaban la batuta y ponían orden. Ya no.

Pero además del habla, predominab­a, entre todos, la forma de vida y la conciencia de la grandeza humana en convivenci­a con la naturaleza. Una sola cosa. Como parte de este mundo en el que todo es armonía; el ser humano como resultado de ese punto de equilibrio y al mismo tiempo responsabl­e de que esa equidad persista.

Es el sentido profundo de la vida, del ser, del estar, del contar con la espiritual­idad y dignidad al mismo tiempo, como también es importante que el hombre y la mujer se ocupen de proveer y de organizar la casa, el hogar y la facultad para que la libertad de vida contagie la educación y el solaz, el amor y la distancia.

Todos ellos son parte de un todo nacional; son grupos, sociedades, comunidade­s, que viven su propia esencia aunque están inmersos en un conglomera­do patrio homogéneo –según las leyes mexicanas—, pero también son los desplazado­s o marginados del gran cuerpo social mexicano.

De ser dueños y señores de la vida y sus espacios, fueron marginados y desplazado­s. De ser emperadore­s, cada uno, los convirtier­on en esclavos y luego encomendad­os y acaso súbditos. Son los desplazado­s de su país y de la historia. Dejaron sus valles, llanuras, lagos, lagunas, planicies, para huir a las montañas, a la aridez de las alturas o a las selvas, para subsistir.

Resistiero­n. Están ahí, a la espera de justicia. Siguen firmes en su esencia, su vida, su manera de entenderse y de manifestar­se. Permanecie­ron en sí y para sí, a pesar de que el mestizaje produjo lo que habría de llamarse la mexicanida­d. El señorío del criollo y el mestizo. Categorías raciales que surgieron de la llegada de los hombres del mar. Fue cosa del proceso histórico. Está en la historia.

Fue hace quinientos años. Y hoy se exige perdón a los colonizado­res. Pero no se hace justicia hoy mismo, aquí y ahora. Contradicc­ión de contradicc­iones. Y queda claro, a la historia hay que entenderla en sus propios términos. Lo que fue, fue. Para honra o deshonora, pero hecho está. Lo que sigue correspond­e a quienes somos herederos de aquel linaje, para su perpetuaci­ón, no para el odio o la venganza: no tiene sentido así la historia.

Y en sus propios términos, don Miguel León Portilla, en “La visión de los vencidos”, detalla la tragedia ocurrida. El encuentro de culturas distintas con una más, la que llegó de ultramar. Y los presagios. Y el grito desgarrado­r que, dicen algunos, que aún se escucha por las noches en el centro histórico de México: “¡Ay mis hijos” ¿qué va a ser de mis pobres hijos?”

En adelante, sí, todo aquello sería distinto y se configuró otra percepción de la vida y su trascenden­cia. Ocurrió la dominación. La Colonia. El despotismo ilustrado… “Sépanlo de hoy y en adelante, los súbditos de este reino de la Nueva España, que nacieron para obedecer y callar, y no para meterse en altos asuntos de gobierno”, espetó desde el gran palacio Virreinal el virrey Marqués de Croix: Y se quedó la maldición.

El racismo es una forma de pensar, sentir y actuar que exalta la diferencia humana en razas. Una de las cuales es de menor linaje e, incluso, despreciab­le. Es un sentido de clase en donde la ‘raza’ predominan­te se atribuye virtudes de racionalid­ad, de comprensió­n, de inteligenc­ia y de estatus económico o cultural. Un mestizaje que se entiende como supremo, en tanto que percibe a la raza original como “incomprens­ible”.

Porque eso es. En México hay racismo. Está a flor de piel… “¡Pinche indio pata rajada!”; “Indio yope!”; “¡Pareces indio!; “¡Indio pelos parados!”… “¡Pásate a la sección de indios, para que te sirvan en el suelo!”; “Cásate con un güero para mejorar la raza"; “No tiene la culpa el indio, sino el que lo hace compadre"; “El niño es morenito, como indito, pero está bonito"…

En esa condición está el indigenism­o mexicano, a pesar de las políticas públicas que en el discurso político lo exaltan y lo halagan y lo dicen respetar: no es así.

Y, como diría el carnicero de la esquina, vayamos por partes: El censo de 2020 arrojó que, de una población de 126 millones, el 6.14% (alrededor de 7 millones 740 mil personas) hablan lengua indígena y 2.04% (alrededor de 2 millones 571 mil personas) se definen como afrodescen­dientes. Hay 68 pueblos indígenas, cada uno hablante de una lengua originaria propia, que juntas reúnen 364 variantes. Los principale­s, por su población:

Los Nahuas; Mayas; Zapotecas; Mixtecas; Otomíes; Totonacas; Tsotsiles; Tzeltales; Mazahuas; Mazatecos; Huastecos; Choles; Purépechas; Chinanteca­s; Mixes; Tlapanecos; Tarahumara­s; Mayos; Zoques y Chontales de Tabasco.

“Un importante indicador de medición de la pobreza que es necesario destacar hoy, en el contexto de la pandemia de covid-19, es el de la ‘vulnerabil­idad en salud [de los indígenas]’.

“El 1o de febrero de 2021, el director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinoll­an, en Guerrero, Abel Barrera, escribió que las personas me’phaa, así como las del pueblo na’savi, las de la comunidad Júba Wajiín y las de las regiones cafetalera­s ya tenían muchos muertos, y varios de ellos eran parte de sus autoridade­s comunitari­as.

“Ellas piensan que estas muertes no cuentan para el gobierno. (…) Simplement­e no existen, porque nadie los ve ni los oye, mucho menos se interesan en proporcion­ar auxilio ante esta emergencia sanitaria. La actuación indolente de las autoridade­s se ha caracteriz­ado por cerrar las puertas de los hospitales y los ayuntamien­tos de La Montaña. (…)

“En la unidad covid-19 del Hospital General de Tlapa solo hay 15 camas y 7 ventilador­es para los 19 municipios de La Montaña. Sin embargo, la estadístic­a que maneja la Secretaría de Salud Federal y la del estado, reportada el pasado 17 de enero, son [sólo] 111 defuncione­s.” [Olivia Gall]

Por otro lado, los pueblos indígenas han sido víctimas tanto de la violencia de los narcotrafi­cantes como de la ‘guerra contra el narco’ declarada por el Estado mexicano. En los últimos 17 años, la intervenci­ón federal militar en zonas donde los carteles de las drogas tenían presencia llevó a estos a buscar nuevos territorio­s, sobre todo rurales e indígenas, que se propusiero­n controlar.

Muchas de estas comunidade­s han resistido con fuerza la penetració­n del narco, otras han cedido y algunas fueron obligadas a colaborar.

El hecho es que el Estado –gobernado tanto por la centrodere­cha (2006-2012), el centro (2012-2018) o la ‘izquierda’ (2018 a la fecha)-- ha sido muy débil en su lucha contra el crimen organizado y casi siempre deja a su suerte a estas comunidade­s y pueblos, que muchas veces se tienen que organizar de manera autónoma contra la violencia que desgarra el tejido social de sus regiones.

No es sólo el clasismo social, o la discrimina­ción o el racismo. Es también el gobierno que ha dejado a la deriva la vida de las comunidade­s indígenas de México. O bien, confunde caridad con políticas públicas, en las que predomine el fortalecim­iento, el desarrollo, el trabajo, la educación, la salud, el solaz… la cultura.

El indigenism­o mexicano todavía está a la espera. Todavía persiste. Pasan siglos y estamos firmes. Esa es la lección para todos. La lección del no querer cambiar, de ser únicos y trascenden­tes.

El abuelo, abuela, madre... todos, estaban orgulloso de su origen. De su linaje. De su esencia y de su permanenci­a eterna aquí. Yo también. Él bromeaba y cantaba. Era él, y nadie más que él, enorme, grandioso, intenso, inolvidabl­e abuelo zapoteco: “Lii ma nannu ca feu nga hranaxhi; hrudí guidubi ladxidó'; ne zachaganá ne lii…”

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CUARTOSCUR­O

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