Ana Lilia Moreno
La reciente escalada de precios internacionales del gas LP ha despertado nerviosismo en los gobiernos de Latinoamérica. No es para menos: nuestra región representa el 9 por ciento de la demanda global de este combustible, que se consume en un 80 por ciento en hogares, para el calentamiento de agua y alimentos. Es uno de los insumos con mayor impacto en el gasto de las familias.
Hay tres factores que inciden en el aumento de su precio internacional: las variaciones del precio del crudo, la creciente demanda de propano por parte de la industria petroquímica de China y, recientemente, un incremento abrupto de la demanda de la India, cuyo gobierno realiza un esfuerzo importante para que su población vulnerable transite del consumo de leña al de gas LP. Según los expertos, los precios continuarán incrementándose en los próximos años.
En México, el precio promedio de gas LP ha aumentado 56 por ciento entre 2017 y 2021. Para la primera quincena de julio de este año, la inflación alcanzó un 5.7 por ciento anual, impulsada, en buen grado, por un aumento del 34 por ciento anual en el precio de este combustible. Como reacción inmediata, el Gobierno federal implementó dos medidas. Primero, el presidente López Obrador anunció la creación de una filial de Pemex para distribuir el producto a precios por debajo del mercado —lo que de suyo violentaría los principios de neutralidad competitiva—; y segundo, Sener dio a conocer una directriz en la que instruyó a la Comisión Reguladora de Energía (CRE) a establecer la metodología necesaria para determinar precios máximos.
Decisiones de tal calado requerían que, por ley, la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece) emitiera una declaración de falta de competencia efectiva en el mercado del gas LP, y que la Comisión Nacional de Mejora Regulatoria (Conamer) realizara un análisis de impacto para descubrir si los costos de la medida no superarían a los beneficios.
La industria argumenta que los aumentos en precios se deben a factores fuera de su control. Las autoridades energéticas prefieren creer que los aumentos son causados por abusos de un hipotético poder oligopólico. Cofece, por su parte, aún no termina la investigación que llevaría a fundamentar (o no) ese control de precios.
El problema es que la CRE ya implementó un modelo de costos, y no sabemos qué datos usó para calibrarlo. Es posible que existan errores en las listas de precios máximos, pero como el regulador no pidió la opinión de los permisionarios (como sí sucede en el sector telecomunicaciones, por ejemplo), no es posible saberlo. En el corto plazo, quizá algunos consumidores perciban ahorros, pero otros bien pueden sufrir lo contrario. Asimismo, observaremos en los próximos meses si las estructuras de costos de las empresas soportan los topes en los precios. ¿Qué pasará si no lo logran? La oferta legal diminuirá y el desempleo en el sector aumentará, pues este tipo de medidas desincentivan tanto la inversión como el abasto.
En suma, es peligroso que el gobierno salte rápidamente a declarar una emergencia en estas circunstancias. El problema público no es la escalada de precios, sino la falta de disponibilidad de ingreso familiar para solventar el gasto.
Si quisiera realmente resolver el problema, ya habría comenzado a diseñar un programa de subsidios —focalizados y temporales— que permitan a los hogares más vulnerables adquirir el combustible a precios de descuento, o incluso transitar del consumo de gas LP a calentadores y estufas solares, por ejemplo. Ojalá ésta fuera la conversación.