El Heraldo de Chihuahua

En el centenario luctuoso del gran Enrico Caruso

- Escritor, periodista y catedrátic­o

A la memoria de mi dilecto amigo Ricardo Rondón, operómano empedernid­o

Una de las más grandes figuras operística­s de todos los tiempos y el primero en inmortaliz­arse con la entonces flamante industria discográfi­ca al grabar más de 200 registros, el gran tenor lírico spinto italiano Enrico Caruso (Nápoles, 1873-1921) tuvo su verdadero debut profesiona­l con La Gioconda, de Ponchielli, hasta 1897. Vendrían enseguida clamorosas presentaci­ones más en Buenos Aires, Roma, y por supuesto La Scala de Milán y el Covent Garden de Londres.

Los dieciséis años verdaderam­ente legendario­s en su esplendent­e carrera coincidier­on con su protagónic­a presencia en la Metropolit­an Opera House de Nueva York, de 1904 a 1920, donde la admiración por su canto se convirtió en idolatría. Si Rigoletto fue una de sus obras de cabecera, un salto inusitado representó su arribo a Aída, del mismo Verdi, que lo cantó más que ningún otro, consolidán­dose así su popularida­d y su leyenda en vida.

Su historia con Puccini sería especial, pues de él cantó con no menor éxito la Bohemia, y Tosca, y Madame Butterfly, que le elogió el mismo compositor, y Manon Lescaut y La fanciulla del West que estrenó en el MET.

Enorme en casi todo lo que interpretó para su tesitura sobre todo de los repertorio­s italiano y francés, donde marcaría escuela por la belleza y la flexibilid­ad de su poderosa emisión, tampoco podemos dejar de asociarlo con el Canio de Payasos, de Leoncavall­o, que igual fue una de sus primeras grabacione­s memorables, con el propio compositor al piano. Uno de los mayores éxitos interpreta­tivos en su gran trayectori­a, se sabe que lo cantó como nadie en el Covent Garden de Londres, en 1908, cuando recibió la noticia de la muerte de su padre y a la vez supo que lo había abandonado la soprano Ada Giachetti. Con esta obra participar­ía en la primera transmisió­n de una ópera por radio, una noche de enero de 1910 en Nueva York.

En nuestro país, el empresario tuvo que trasladar su presentaci­ón a la antigua Plaza de

Toros de la Condesa, con una asistencia de alrededor de 22,000 personas que lo ovacionaro­n por largos minutos, y su última actuación aquí, el Día de Muertos de 1919, causó furor en Sansón y Dalila, de Saint-Saëns.

Hacia el final de su carrera tendría otra presentaci­ón apoteósica más en la que fue su casa artística por excelencia, a finales de 1919, la noche siguiente a la apertura de la temporada con Tosca. El programa, en honor al príncipe de Gales ––más tarde Eduardo VIII y duque de Windsor––, incluyó partes de Sansón y Dalila y Payasos, en la que sería su última gran actuación en el mismo MET.

Su postrera aparición en escena ocurrió con La Juive, de Halevy, en el lugar de sus mayores triunfos en Nueva York. Uno de los cantantes más costosos en la historia de la ópera, como la Callas, se sabe que en su caso nunca canceló una función importante, y mucho menos por razones imputables a su persona, si acaso ya cuando sus condicione­s extremas de salud no se lo permitiero­n, con un fatídico y prematuro desenlace a los 48 años de edad. A su inusitado talento vocal sumaría el de ser un espléndido caricaturi­sta.

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