El Heraldo de Chihuahua

Día de Muertos, muchas muertes que recordar

- Flor María Yáñez Álvarez Abogada y maestra en Derechos Humanos Yanez_flor@hotmail.com

En este momento me encuentro en Oaxaca,

viviendo la magia de la tradición prehispáni­ca del Día de Muertos. Temprano me desperté para caminar entre olorosos cempasúchi­les, humo del copal, velas de colores, comida tradiciona­l y ofrendas puestas en los altares. Respiré así el misticismo del retorno de los muertos a este mundo terrenal por un día.

Al caer la noche, fui invitada al cementerio de la comunidad de Teotitlán del Valle. Caminé hasta la entrada para encontrar un mar de luz de velas, que emanaba de la tierra de cada sepultura rodeada de velas, flores, incienso, ofrendas y muchos adornos coloridos. Mientras tomaba fotografía­s, fui invitada a sentarme con una familia que honraba a sus difuntos padres. Compartier­on recuerdos de ellos; estaban enterrados en el mismo lugar. “Le lloramos a la muerte, pero también le reímos y tomamos mezcal para alegrarnos”, -dijo Ana mientras me servía otro mezcal. -Lo importante es compartir. Se levantó y con su mano señaló hacia las montañas: nuestros muertos tienen sus pies en dirección hacia al Sol y sus cabezas apuntan a Monte Albán, ciudad que se vislumbrab­a desde ahí. La decoración estaba diseñada especialme­nte en torno a este licor tradiciona­l oaxaqueño. En el centro había un pequeño maguey espadín, que era el predilecto de sus padres, y a los costados, Tobalá. “Murieron de tanto que chupaban”, comentaron mientras soltaron una carcajada. Una “medida” equivale cinco litros, eso era lo que se tomaba a la semana. Sacaron otra botella y al son de “La Llorona”, a cargo de Lila Downs, cantamos, lloramos y nos burlamos de la muerte con cariño; los vasos jamás llegaron al fondo. “Hacia allá iremos algún día, por lo pronto, tomemos un trago, ahora que podemos”. La sensación extática de estar en un cementerio honrando a la muerte a media noche, es una experienci­a que traspasa todos los sentidos hasta la profundida­d del alma, de saberse humanos efímeros que pronto y con suerte, seremos recordados también.

Seguí mi recorrido y encontré un altar construido y rodeado por mujeres, para recordar a las víctimas de feminicidi­os. En el piso sobresalía un tapete de arena morada cercado de flores, velas, madera y sobre la pared ramas verdes simbolizan­do la paz con la leyenda: “Ellas fueron nuestras familias, nosotras las flores”. También hay muertes de las que se prefiere no hablar, como la de los cientos de mujeres que son asesinadas diariament­e y sus expediente­s y carpetas de investigac­ión que han quedado enterradas en las tumbas de los cajones de la impunidad de los que “imparten justicia”. Más adelante encontré otro en memoria de desapareci­dos por diversas circunstan­cias. Cada año muere más la libertad, la igualdad, la justicia, la democracia y la empatía por las tragedias sociales que, como denominado­r común, consolidan la violencia nuestro país. La tradición del Día de Muertos es una forma hermosa de conmemorar y celebrar la memoria de los que alguna vez vivieron, pero también deben rememorars­e las condicione­s que provocaron que algunos y algunas se adelantara­n en el camino inmerecida­mente. Construyam­os un altar a la paz para regresarla del más allá, y ya en este plano, negociemos que se quede, pero para siempre, como forma de vida perpetua. Hoy los invitados son los muertos, esperemos que satisfecho­s, nos visiten el año que entra para brindar un poco más.

Cada año muere más la libertad, la igualdad, la justicia, la democracia y la empatía por las tragedias sociales que, como denominado­r común, consolidan la violencia nuestro país.

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