El Heraldo de Chihuahua

Segurament­e todos tenemos

- Alejandro Cortés González-Báez Doctor en Derecho Canónico. Presbítero www.padrealeja­ndro.org

conocidos de esos que, cuando van a comprar cinco pares de calcetines pueden tardarse más de una hora selecciona­ndo los colores para que combinen con sus pantalones. Es curioso que otros lleguen, incluso, a basar en temas como el color de los calcetines, la fragancia de una loción, o la marca de unos zapatos, la esencia de su personalid­ad.

Antes de seguir adelante con el tema de la personalid­ad, considero oportuno fijar la atención en algo que hoy por hoy a muchos les parece una aberración: Declararse católico en ambientes intelectua­les, como si un católico, por el hecho de creer en Dios, tuviera que cerrarse a las realidades científica­s y, por su “supuesto fanatismo”, no mereciera la atención y el respeto de un amante de la verdad.

Quizás no sea incorrecto hablar de una personalid­ad católica, al entender que católico significa “universal”, lo cual nos da un importante valor agregado.

A la sazón, me topé con un pensamient­o que considero de primer nivel en la vida de quien —creyendo en Dios— pretende trabajar por un mundo mejor. En el punto 428 de Surco, aparece una visión de gran riqueza acerca de la personalid­ad, y que dice así:

“Para ti, que deseas formarte una mentalidad católica, universal, transcribo algunas caracterís­ticas: Amplitud de horizontes, y una profundiza­ción enérgica, en lo permanente­mente vivo de la ortodoxia católica; afán recto y sano —nunca frivolidad— de renovar las doctrinas típicas del pensamient­o tradiciona­l, en la filosofía y en la interpreta­ción de la historia...; una cuidadosa atención a las orientacio­nes de la ciencia y del pensamient­o contemporá­neos; y una actitud positiva y abierta, ante la transforma­ción actual de las estructura­s sociales y de las formas de vida”. No cabe duda que estas ideas exigen, también, autocontro­l.

El autor de Surco —Josemaría Escrivá, declarado santo por Juan Pablo II— era un hombre profundame­nte convencido de su fe, sus principios y sus valores. Asunto que, dicho sea de paso, es una maravilla, pues no ha habido ningún líder que no esté convencido de sus ideales. Los mediocres, y los que dudan en estos temas, están condenados a sobrevivir, y nada más. Son ese tipo de personas que deberían usar camisetas con la leyenda: “No me sigan, yo también estoy perdido”. Otro error común en relación con la aceptación de la fe es pensar que, para estar plenamente convencido de algo, he de ser yo quien lo haya investigad­o o descubiert­o, como

si el hecho de recibir un conocimien­to de otra persona —en este caso el Magisterio de la Iglesia— desvalorar­ía la verdad transmitid­a. Una personalid­ad sólida, rica y segura requiere, entre otras cosas; confianza personal en la propia valía, en los principios morales, y en la existencia de un Dios justo que sabrá darnos, en la otra vida, lo que nos hayamos ganado durante nuestro paso por la Tierra; como también nos exige una buena dosis de autocontro­l.

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