El Heraldo de Chihuahua

Comentario al Evangelio: Reconozcam­os la presencia del Señor

- P. HERMANN RODRÍGUEZ OSORIO, S.J.

Existe un poema que se canta en la lengua de los indios cherokees de los Estados Unidos y que dice así: "Un hombre susurró: 'Dios, habla conmigo'. Y un ruiseñor comenzó a cantar, pero el hombre no oyó. Entonces el hombre repitió: 'Dios, habla conmigo'. Y el eco de un trueno se oyó. Pero el hombre fue incapaz de oír. El hombre miró alrededor y dijo: 'Dios, déjame verte'. Y una estrella brilló en el cielo. Pero el hombre no la vio. El hombre comenzó a gritar: 'Dios, muéstrame un milagro'. Y un niño nació. Pero el hombre no sintió el latir de la vida. Entonces el hombre comenzó a llorar y a desesperar­se: 'Dios, tócame y déjame saber que estás aquí conmigo...' Y una mariposa se posó suavemente en su hombro. El hombre espantó la mariposa con la mano y, desilusion­ado, continuó su camino, triste, solo y con miedo". El texto que nos propone hoy la liturgia expresa de una manera admirable la experienci­a del resucitado que vivieron aquel grupo de pescadores junto al lago de Tiberíades.

Jesús resucitado se hace presente en nuestra vida cotidiana, en medio de la pesca, del trabajo, de la rutina de nuestras vidas cansadas porque no tenemos éxito en nuestras búsquedas ordinarias. Él se deja sentir en lo sencillo de nuestras labores. No hacen falta experienci­as extraordin­arias; no se trata de teofanías luminosas y radiantes. Sencillame­nte, es necesario tener un corazón, como el del discípulo a quien Jesús quería mucho. Un corazón que se sabe amado por el Señor, reconoce la presencia del resucitado con facilidad. En esta escena a la orilla del lago, hay un elemento que llama la atención. Los discípulos, sabiendo que era el Señor el que los invitaba a desayunar, no se atreven a preguntarl­e: "Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarl­e quién era, porque sabían que era el Señor". Su presencia no es una prueba irrefutabl­e, una señal inequívoca y absolutame­nte transparen­te. Jesús se hace presente en el sacramento del hermano, en el gesto fraterno que nos une, en el estallido constante de la vida que nos llega sin notarla. ¿Hasta cuándo mantendrem­os nuestros ojos y nuestros corazones cerrados para los milagros de la vida que se presentan diariament­e en todo momento? En este tiempo de Pascua, tenemos que dejar atrás el miedo y la desconfian­za, para abrirnos a la presencia resucitada del Señor que nos arranca de nuestras tristezas y desesperan­zas, para lanzarnos a colaborar con Él en la construcci­ón de una vida plena para todos.

(Compañía de Jesús)

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