Después de un largo silencio
a raíz de su incursión en el mercado estadounidense tras el gran éxito de su debut con La vida de los otros, el talentoso realizador alemán Florian Henckel von Donnersmarck retoma el camino con No dejes de mirarme, un auténtico reencuentro consigo mismo. Sólo que ahora su historia empieza más atrás, en una mucho más larga línea de tiempo que va desde la supremacía del nazismo y su ulterior caída ––con el terrible costo de la Segunda Guerra Mundial––, pasando por la consecuente instauración del comunismo y la dominación soviética, para acabar con el triunfo capitalista que igual encarna sus propias contradicciones.
Su tesis es que no existe sistema perfecto, toda vez que ha sido el propio ser humano, con sus imperfecciones a cuestas, el único constructor de toda clase de imperios impositivos, de ideologías y fanatismos, de utopías y sus consecuentes fracasos, porque en su naturaleza está el ser capaz de dar vida tanto a lo más sublime como a lo más grotesco. Como el dramaturgo de La vida de los otros, el pintor de No dejes de mirarme, que encarna el extraordinario joven actor alemán Tom Schilling, buscará romper amarras y construir su propio camino, con todo lo que ello implique de por medio.
Y a diferencia de la anterior musa trágica, la de ahora, a quien da vida la hermosa y estupenda actriz Paula Beer, consigue en cambio sobrevivir en la adversidad y convertirse en vital ancla para el revolucionario e inquieto artista plástico ––inspirado en el ya nonagenario y todavía en activo Gerhard Richter–– en cuestión Kurt Barnert.
También por qué no un autorretrato, pues toda buena obra es en mayor o menor medida autobiográfica (“Sólo lo subjetivo es arte, si no, sería artesanía”, afirma el propio Donnersmarck a través de uno de sus personajes secundarios), No dejes de mirarme supone la propia búsqueda del cineasta. Y tiene razón, porque aun las obras en apariencia más objetivas ––o menos subjetivas–– responden por igual a una necesidad de expresión,
de búsqueda del Yo en el afuera y/o en el adentro. Esto y mucho más nos ofrece esta segunda película del gran realizador alemán, pues las intermedias fueron encargos donde si acaso podemos reconocerlo (incluida su exitosa El turista, apenas un guiño hollywoodense, con Angelina Jolie y Johnny Depp), y por este camino creo que todavía tiene mucho por delante que decir, después de un largo paréntesis de sequedad.
Entonces si el personaje protagonista tiene mucho de Richter (el maravilloso soundtrack es de otro Richter teutón, Max, uno de los músicos más interesantes de su generación), de igual modo resulta siendo el alter ego del cineasta, porque igual se reencuentra cuando vuelve a crear lo que verdaderamente le interesa y está agazapado dentro, en cuanto reflejo de su personal exploración existencial.
El poder del arte, del verdadero arte, nos dice Von Donnersmarck, radica en la capacidad de revelar algo que está más allá de la epidermis de las cosas, en los llamados interlineados de la creación, algo que trasciende la técnica y el discurso vacuo de cualquier propaganda o esnobismo. Su poder está en “mostrar la verdad”, como en su niñez se lo reveló su lúcida e hipersensible tía antes de caer en desgracia: “Ahí donde hay algo verdadero, ahí está el arte y está también la belleza”.