Moral... ¿objetiva?
Fiémonos en un ejemplo de aparente poca importancia, como lo es escoger el nombre para un recién nacido, y podremos descubrir muchos ejemplos que parecerían de auténtica crueldad, dado que lo bautizan como un personaje de la televisión, y así el, o la, inocente tendrá que cargar hasta el fin de sus días con un nominativo que casi parece apodo, y prefiero no mencionar ejemplos para no lastimar a nadie.
Resulta evidente que en nuestra civilización, tan influenciada por las telenovelas y los demás programas de la televisión, corremos un riesgo de contagiarnos de superficialidad hasta acostumbrarnos a tomar decisiones importantes en base a no sabemos qué. En mi labor sacerdotal, y concretamente en el confesionario, cuando la gente dice sus pecados, muchas veces les pregunto: ¿Y por qué lo hiciste? y con frecuencia responden: “No sé”, y esto, según mi criterio, es lo más preocupante. Cuando el ser humano se acostumbra a decidir sin razonar, corre el riesgo de provocar cosas muy graves.
Todos los días corremos el peligro de tomar las riendas de la moralidad de nuestros actos, y entregarle a Moisés nuestras propias Tablas de la Ley, donde aparecen algunos mandamientos nuevos, y correcciones a las que aparecían en el Decálogo del Monte Sinaí. De forma que está permitido mentir, “sólo si es necesario”; está permitido matar a un inocente, si los diputados estatales añaden algunas cláusulas al Código Penal para “proteger a la madre”; o le puedo pagar a mis deudores menos de lo que es justo, si por medio de una amenaza de demanda los atemorizo para que no se atrevan a demandarme ellos a mí, ya que quizás yo tengo más dinero que ellos, o algunos amigos en los tribunales. La esencial unión entre VerdadBien-Libertad, dice Juan Pablo II, se ha perdido en gran parte de la cultura contemporánea. Por tanto, llevar al hombre a redescubrirla es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia, para la salvación del mundo. La pregunta de Pilatos: “¿Qué es la verdad?” surge también hoy de la desconsolada perplejidad de un hombre que, con frecuencia, no sabe quién es, de dónde viene, y a dónde va. Y así vemos, no pocas veces, cómo la persona se precipita en situaciones de autodestrucción progresiva.
Nunca faltarán las voces de quienes, por un pretendido respeto a la libertad personal, niegan el valor absoluto del bien moral. De tal manera que, cuando nos
portamos de acuerdo a lo que tenemos deseos de hacer, en vez de hacer lo que conviene a nuestra naturaleza y, por lo mismo, como protectores del resto de la naturaleza, simplemente nos hemos salido del camino.
La moral es objetiva, y por ello el hombre ha de portarse siempre como hombre, sin dejarse llevar por sus instintos y sentimientos, aunque tratemos de justificarlos con argumentos, pues cuando caemos en este error, hacemos desaparecer la diferencia entre las bestias y nosotros.