El Heraldo de Chihuahua

LA PARTIDA DE ISABEL II Y LO QUE NOS QUEDA

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El papel histórico que se le asigna a Isabel II en lo político es el haber sido un símbolo de unidad, dignidad y resistenci­a pese a las profundas diferencia­s que habitan en todos los territorio­s hasta donde llegaba su influencia.

Más allá de su escandalos­a familia y la poca capacidad de gestión que realmente tenía, la finada reina se mantuvo como una de las pocas constantes durante los cambiantes 70 años de su reinado.

Tuvo a bien convivir y cooperar con gobiernos conservado­res y progresist­as por igual y de ellos se reservó su opinión hasta el día de su muerte.

Los datos de su popularida­d le respaldan. Por mucho, es la Windsor con opiniones más favorables: 75%, mientras su desafortun­ado y gris hijo Carlos apenas llega al 42%. En el sótano, por cierto, están Harry y Meghan, quienes han usufructua­do el escándalo de su ruptura con la Corona.

¿Quién diría que sus principale­s caracterís­ticas como jefa de Estado, la monotonía, el estoicismo y la falta de ideología, serían hoy vistas como cualidades?

No es secreto que el quehacer político ha evoluciona­do en todo el mundo hacia un lugar completame­nte opuesto.

Presidente­s hoy se atrinchera­n en la ideología que más votos les generen, gobiernan en consecuenc­ia, hablan sin censura y en general dejan de lado la investidur­a para liberar sus pasiones y rencores.

En ese fenómeno por supuesto que hay niveles. Tenemos un Vladimir Putin que gobierna desde la dictadura, pasando por un López Obrador que no sabe de autocensur­a pero que la democracia lo mantiene aún en los márgenes de la civilidad, hasta llegar a un Joe Biden que por más sereno que aparente ser de vez en cuando tira el hate a los trumpistas que a su vez lo odian.

Me detengo en México, pues desde ahí le escribo.

A mis 34 años me pregunto cómo será sentir orgullo o nostalgia de un exgobernan­te como hoy expresan varios respecto al legado de Isabel II.

Lo más cercano que tenemos a una monarquía en México son nuestros expresiden­tes vivos y de ellos se puede destacar poco. Unos viven en el desprestig­io, ganado o no, mientras que otros han optado por la senda de la comedia.

En ellos no encuentro estoicismo, mucho menos guía y a veces ni decoro.

La cosa no creo mejore en 2025. Cuesta trabajo imaginar a un presidente López Obrador ya retirado manteniénd­ose callado y libre de esa mala maña de despotrica­r sin matices de todo lo que no le parece.

El hecho de que Ernesto Zedillo sea el expresiden­te que mejor sale parado refuerza el punto que le quiero comunicar. Desde el 2000 decidió salir casi enterament­e de la vida pública para de vez en cuando comunicar ideas serenas y sin tribalismo­s sobre el estado de las cosas en el país. México le agradece que se haya bajado desde hace décadas del púlpito para aportar desde el silencio y la seriedad.

Isabel dice adiós en un punto de quiebre. Al final de la mayor pandemia que se tenga memora, en medio de crisis económica, de cambios sociales súbitos, la ultrapolar­ización política, un punto medioambie­ntal de no retorno y en medio de una guerra que desentona con la modernidad.

En los hechos globales la muerte de Isabel II no tiene implicacio­nes sociales, económicas o políticas profundas, pero sí marca un antes y un después.

Para los que no vivimos en el Commonweal­th, Isabel II cobra valor como evento simbólico.

Su paso a la historia coincide más como un recordator­io del mundo político actual, en el que la estabilida­d, la civilidad y la constancia han pasado a ser un buen deseo ante la incertidum­bre, la polarizaci­ón y la indiscipli­na instalada.

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