El Heraldo de Chihuahua

Me enamoré de

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Michel Gorbachov en 1991, con el mismo amor que le profeso a cualquiera que convierte su ego en servicio a la humanidad. Cuando vi cómo soltó las catorce repúblicas que la URSS se agenció después de la Segunda Guerra Mundial, ganó mi juvenil devoción política.

Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusi­a, Estonia, Georgia, Kazajistán, Kirguistán, Letonia, Lituania, Moldavia, Tayikistán, Turkmenist­án, Ucrania y Uzbekistán, se separaron de la Unión Soviética sin guerra, sin campos de concentrac­ión, sin millones de muertos, sin genocidios, sin esquizofre­nias y sin dañar a la tierra. ¡Qué maravilla! Sin embargo, a Michel le costó su

puesto de presidente que ejerció sólo tres años. Todavía hoy, Gorbachov es el único presidente que han conocido. Los rusos de hoy se enorgullec­en de sus prácticas políticas sin darse cuenta que sólo muestran al mundo un pueblo sumiso y miedoso, con todas las enfermedad­es mentales que traen el miedo y la sumisión. Los tres segundos que estuvo Putin, el asesino de Ucrania, a un lado del féretro de Gorbachov, nos hacen comprender que en un solo hombre está la diferencia entre lo benigno y lo brutal, lo egocéntric­o y lo solidario, lo fratricida y lo pacifista.

Michel descansaba plácido en su ataúd, cumplida la tarea de la vida, dejó el mundo políticame­nte mejor de lo que lo encontró, yo hubiera querido estar ahí y tocarle las manos para agradecerl­e por mi raza, la humana, por dejarnos menos niños neuróticos, menos jóvenes locos y menos padres llorando hijos muertos. A un lado del féretro, con un dejo de desprecio, se paró Putin, con su rostro abotagado de vodka y de sangre ucraniana y rusa. Le quedaba tan chiquito al Michael. Putin se veía grande en soberbia, pero también en cálidas camas, cocinas, jardines y sueños, descuartiz­ados y muertos.

Por eso no fijaba la vista, ni se atrevió a mirar al difunto, buscando a sus súbditos para que le aseguren que su destino no es una caja, tal vez bellamente adornada, pero una caja de muerto. Nadie puede decirle que no es Dios, sino un tonto mortal destripand­o a muchos, de manera horrenda y antes de tiempo.

Ah, mi Michael, gracias universo por esos hombres que sí saben ganarse el cielo. Descansa en paz, en la paz que quisiste llevar a tu pueblo.

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