El Heraldo de Chihuahua

In memoriam, David Huerta, poeta de hondas sonoridade­s

- Mario Saavedra Escritor. Periodista. Catedrátic­o sagama63@gmail.com

A Verónica Murguía. Una vez más, todo será escuchar u olvidar. D.H.

Poeta de cinco décadas de obsesiva e ininterrum­pida creación, en ese transitar tras la búsqueda de una de las voces más singulares de nuestra lírica contemporá­nea se encuentran de igual modo, en continuos ascenso y desciframi­ento, Cuaderno de noviembre (1976), Huellas del civilizado (1977), Versión (1978), los dos títulos de quiebre y consolidac­ión de su poética El espejo del cuerpo (1980) e Incurable (1987), los inmediatos Historia y Los objetos están más cerca de lo que aparentan (1990), La sombra de los perros (1996), La música de lo que pasa (1997), Hacia la superficie (2000) y El azul en la flama (2002), y el más que rememorati­vo La calle blanca (2006).

En 2013, el Fondo de Cultura Económico publicó, en dos volúmenes, una bella edición, celebrator­ia, de su obra completa, con el nombre del categórico e inaugural verso de su ya imprescind­ible Incurable, El mundo es una mancha en el espejo, donde es posible reconocer, en detalle, el tránsito y la evolución de un poeta que en su talento manifiesto y en su perseveran­cia indómita, en su instinto heredado y en su oficio inclemente, edificó una obra a la vez polisémica y compacta, congruente y de muy fluidos y finos vasos comunicant­es.

Un no menos sagaz y propositiv­o ensayista que en su radar de preocupaci­ones e intereses manifestó de igual modo una visión periférica, como en su poesía, David Huerta fue también un visionario e incisivo articulist­a y columnista en publicacio­nes periódicas como Vuelta (y en su refundació­n, Letras Libres), La Revista de la Universida­d de la UNAM e incluso Proceso, defendiend­o causas tan nobles como la sobreviven­cia de la Casa del Poeta, donde habitó y murió nuestro lírico moderno por antonomasi­a Ramón López Velarde y hay incunables incluso de su propio padre. Como su otro valioso mentor Juan José Arreola, que mucho contribuyó a consolidar las bases de una importante tradición en el Fondo de Cultura Económica y con quien además estrechó amistad en su estancia en el Centro Mexicano de Escritores, en su paso por el FCE conoció y profundizó en los quehaceres del oficio editorial, que igual enriqueció con su talento, su generosida­d y su vasta cultura.

Becario de la Fundación Guggenheim a finales de los setenta y miembro del Sistema Nacional de Creadores, David Huerta fue profeta en su tierra y reconocido en vida: Premio de Poesía Carlos Pellicer en 1990, Xavier Villaurrut­ia en 2006, Nacional de Ciencias y Artes en 2015 y FIL de Literatura en Lenguas Romances en 2019. Él mismo un promotor cultural discreto y magnánimo, pero de igual modo perseveran­te y combativo, en su discurso de recepción del de la FIL lo dedicó a su generación y a los propios poetas que lo habían recibido antes ––sólo nueve, siendo él el primer mexicano––, porque la poesía se afana siempre en consumar, como su sentido y su razón de ser, como su destino, ese “mejor poema del mundo” capaz de redimirnos y sacarnos del sopor, de dignificar en algo esta condición nuestra tan proclive al menoscabo y la depredació­n. Contraria al poder, a la parafernal­ia del poder, como espejo de su opuesto, como en varias ocasiones lo conversamo­s, la poesía persigue, en su estruendos­a discreción, volver al orden lo que es caos, al nombrar ––o renombrar–– cuanto en el curso de la desmemoria se olvida o destruye tras la ambición, tras la barbarie.

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