La migración internacional,
ahora como en el siglo XIX, ha llegado para transformar radicalmente la vida de las comunidades; con una diferencia: quienes migran, hoy, se enfrentan a una ideología antimigrante que parece representar una valla más elevada e impenetrable que el impopular Muro de Berlín, que paradójicamente se construyera para evitar la salida de personas del Berlín oriental comunista.
Pero la verdad es que este miedo, casi terror a la migración, carece de fundamento y para sustentar esta idea hagamos un poco de historia. Efectivamente, la revolución industrial y en la comunicaciones ocurrida en el XIX generaron la demanda de trabajo y los medios de transporte marítimos y terrestres para posibilitar la emergencia de corrientes de migrantes integradas por millones de personas atraídas por las oportunidades que se abrían, a ritmo vertiginoso, en Estados Unidos, Brasil y Argentina y en menor medida en países como México, Perú Chile y otros muchos más del Caribe y América del Sur.
Sobre los inmensos beneficios y el gran impacto de estas flujos nadie tuvo mayor duda: Estados Unidos representó la mayor y mejor experiencia. Siendo un país con apenas 6 millones de habitantes a principios de ese siglo, inició el estruendoso siglo XX con cerca de 80 millones, de los que la mayoría eran inmigrantes recientes, de primera, segunda o tercera generación.
La magnitud de su asombroso desarrollo y prosperidad no puede comprenderse sin la contribución de quienes llegaron de otras tierras.
Sin embargo, ya a finales del XIX, la política migratoria de Norteamérica
empezó a cambiar, tornándose más selectiva y un tanto oportunista, de modo que en las primeras dos décadas del siglo el Gobierno pasó a definir cuotas por países y medidas de protección de sus fronteras que se transformaron en instrumentos de control que durante más de un siglo han sido practicadas para obtener el máximo beneficio de
esta estrategia, que no tiene más propósito que servir a los intereses de los empresarios y gobierno de Norteamérica.