Un año más conmemorando
a la Revolución; con esta coyuntura, surgió la oportunidad de asomarnos al gran caldero de la historia para mirar, entre vapores y aromas, ese caldo de hervores añejos donde pactos, batallas, nombres y personalidades, aderezaron y cocieron a la patria actual.
Siendo glotones desde la cuna, acostumbramos a degustar los dulces, salados, amargos y ácidos, que el pasado nos empuja en el gran platillo de nuestras vidas. Hacia el sur, los moles, los condimentos barrocos y las cocciones complejas. Una existencia llena de matices y de sabores contradictorios, donde la desigualdad social y el racismo contrastan con la abundancia, el ingenio y el fervor de muchos pueblos. Hacia el norte, el optimismo de una sazón práctica pero generosa, que se adaptó a las dificultades. Un mundo de cielos infinitos donde a veces la violencia amenaza con enmudecer la hospitalidad de sus habitantes. Por lo anterior, siempre ha sido un reto encontrar una sola historia, un solo sabor, una sola imagen de México.
Antes de la Revolución, se repitió, hasta el hastío, la necesidad de homogeneizar a la sociedad mexicana en un mismo perfil cultural y económico, excluyendo a quienes salieran de los márgenes “ideales”. Con este propósito, antropólogos como Francisco Martínez Baca o Manuel Vergara elaboraron estudios en los que pretendieron demostrar que existía una predisposición natural de los indígenas hacia el delito, según los postulados del italiano César Lombroso. Este tipo de teorías se aplicaron a presidiarios de diversas cárceles. La conclusión de las pruebas sugirió a los científicos que dicha inclinación a delinquir radicaba en “los rasgos malvados” y en una “fisonomía que asemejaba a los indígenas con hombres inferiores en la cadena evolutiva”.
Con estos estudios, se legitimó uno de los juicios más execrables en la historia de nuestro país: “entre nosotros se puede sentar como principio que los indios
son todos ladrones, cualquiera que sea el clima del lugar que habiten”. De esta manera, el racismo se justificó a través de un aire positivista que descartó cualquier aportación de los indígenas al desarrollo de la nación.
Años más tarde, con el triunfo de la Revolución, llegó un nuevo Constituyente. El zapatismo se materializó en el reparto de tierras que los campesinos habían esperado; así, el indígena sólo pudo reconocerse como trabajador (campesino u obrero) y no como un ente colectivo, con características y derechos particulares.
Como sucedió en tiempos del virreinato, luego de la Revolución el indígena volvió a ser cuestionado sobre su capacidad para integrarse a la “civilización”. El dilema ya no era si el indio debía o no recibir la Fe católica, sino si el indígena podía modernizarse y con ello integrarse a la cultura nacional.
La visión del indígena como un ente rezagado, o bien acreedor de glorias prehispánicas, fue el postulado del indigenismo durante gran parte del siglo XX. Fue hasta los ochenta que nuestro país se comprometió a desarrollar y proteger los derechos de los pueblos originarios, así como asegurar el respeto a su dignidad e integridad.
Actualmente, ya con reconocimiento constitucional, pero con profundas omisiones en la práctica, Cherán, Acteal, Huitzilan, Chilapa, Iguala, y muchas otras comunidades indígenas, nos recuerdan que el siglo de caudillos -de Enrique Krauze- nunca terminó. La lucha sigue. La Revolución no ha terminado. ¿Qué opinas querida lectora o lector? Hasta la próxima. Voy y vengo.