El Heraldo de Leon

La luz que agoniza

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El odio que los hombres sienten llega a causar daños muy grandes. Leonardo Márquez odiaba a Maximilian­o, no por ser un príncipe extranjero, sino por desaires que había recibido de Su Majestad.

Odiaba también Márquez al general Miguel Miramón. Su odio hacia “el joven Macabeo” tenía un fundamento: la envidia. Miramón llegó a presidente de la república a los 27 años. Márquez, aunque alcanzó el grado más alto en el escalafón militar, jamás pudo llegar a puestos de poder político. Los fulgurante­s triunfos de Miramón tanto en la escena de la guerra como de la actividad pública llenaron de envidia a Márquez.

Este general se había allegado el odio general con motivo de los horrendos asesinatos que cometió en Tacubaya, donde hizo fusilar a lo más granado de la juventud de la ciudad de México. Por orden suya murieron estudiante­s, jóvenes profesioni­stas,

artesanos, noveles hombres de letras que prometían mucho a la cultura nacional. Mereció Márquez el feo nombre de “El Tigre de Tacubaya”, y aunque trató de arrojar la mancha de sus crímenes a Miramón lo cierto es que hasta el final de su existencia lo acompañó la fama de asesino.

Pues bien: en manos de Leonardo Márquez puso Maximilian­o su destino. No fue capaz el emperador de apreciar las cualidades de hombre sincero y leal que concurrían en Miramón. Lo hizo de nuevo a un lado y se confió del todo en Márquez.

Los liberales habían recuperado ya todo el territorio nacional con excepción de la capital, Querétaro, Puebla y el camino desde esta ciudad hasta el puerto de Veracruz. Bazaine había defendido ese camino como única puerta para su fuga y la de sus soldados. Armados por los Estados Unidos, los ejércitos juaristas habían avanzado, y no era raro ver partidas de liberales merodeando en las goteras de la ciudad de México. Sin embargo, la capital del imperio estaba bien guarnecida, y ahí se habría podido hacer fuerte Maximilian­o hasta la formación de un ejército nacional que quizá hubiera dado la batalla a los juaristas.

Márquez, sin embargo, dio a Maximilian­o un consejo funesto: debía abandonar la capital, le dijo, que era una ciudad difícilmen­te defendible, y refugiarse en Querétaro, que por las condicione­s del terreno podía ser lugar seguro.

Miramón se opuso a esa idea. Los liberales contaban ya con más de 20 mil hombres para atacar Querétaro, que tenía posiciones elevadas que si eran tomadas servirían para bombardear desde ellas a la ciudad. Desde todos los puntos de vista la estrategia militar desaconsej­aba Querétaro como plaza fuerte. Su recomendac­ión, dijo Miramón al emperador, era que se quedara en la ciudad de México.

Maximilian­o se dejó llevar por Márquez y ordenó que se hicieran los preparativ­os para trasladar la corte a Querétaro. Al dar aquella orden Maximilian­o se encaminaba hacia la muerte.

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