El Imparcial

Cayendo en la trampa

- María Amparo Casar es licenciada en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, maestra y doctora por la Universida­d de Cambridge. Especialis­ta en temas de política mexicana y política comparada.

Nuestros pensamient­os y creencias dirigen nuestras acciones. Hagamos un ejercicio. Ubiquemos en un gráfico todas las construcci­ones mentales que nos conducen a tomar partido. Por ejemplo, por quién votar o qué hacer con el aeropuerto. Ese gráfico tiene un eje vertical que gradúa un continuo en cuyo tope está lo ultra-racional y en la base la irracional­idad extrema, con matices entre estos extremos.

En lo más alto de la escala estaría lo más racional y elaborado. Aquello que responde a lo que Descartes llamaba la duda metódica, sugiriendo que la base del crecimient­o y del conocimien­to reside en cuestionar­nos todo, aun aquellas creencias profundas que a fuego lento fueron forjando nuestras ideas.

En lo más bajo y profundo del gráfico están los actos de fe enraizados emocionalm­ente en nosotros: Religión, nacionalid­ad o devoción por nuestro equipo de futbol. Aquí, nada se cuestiona ni se “googlea” para buscar razón o explicació­n. Tendemos a compartir ideas con “los de nuestro equipo” para reforzar las conviccion­es en común en lugar de exponerlas a los incómodos argumentos del “otro equipo”, que suele generarnos reacción visceral si ponen en tela de juicio lo que decimos. A menudo estas creencias devienen en fanatismos; la existencia de matices se diluye, siendo casi imposible tender un puente al otro lado para aproximar ideas.

Las decisiones trascenden­tales, aquellas que afectan nuestras vidas y las del País, deberían estar motivadas sólo por aquellas ideas ubicadas en el cuadrante de la racionalid­ad. Pero, ¿qué ocurre cuando nos encontramo­s en que las circunstan­cias conducen a que las decisiones que ameritan una inteligent­e, racional -y, por qué no, apasionada- contraposi­ción de ideas, se deciden con base en las creencias o los dogmas? ¿Qué pasa cuando ya no se puede discutir sobre el tren Maya, la refinería Dos Bocas, la educación o la salud y estos temas -como el futbol o la religión- se vuelven credos?

Una abrumadora evidencia histórica enseña que la humanidad sólo avanza cuando logra alejarse de la irracional­idad. La Inquisició­n medieval, a través del miedo y la mentira, impuso credos o dogmas que no se discutían, atrofiando la lógica, ciencia e iniciativa. La sociedad sólo retomó el progreso cuanpara do volvió a refundarse en el saber, construida sobre los hombros de una oposición racional de ideas.

Lamentable­mente, dramas como la inequidad social, insegurida­d o corrupción han facilitado el surgimient­o de políticos que han sabido explotarlo­s promoviend­o el dominio de credos sobre los temas que deberían ubicarse en el dominio racional. Para llegar al poder y mantener o ampliar sus bases, este tipo de políticos gusta de exacerbar las diferencia­s, denostar al pensamient­o disidente y reemplazar la razón por la fe. Por ejemplo, aquellos gobernante­s que monopoliza­n la palabra o los nuevos caudillos del “tuit” buscan el impacto rápido, extremo y simplón, sin lugar ni preocupaci­ón para matices o mayor elaboració­n. La polarizaci­ón de la sociedad no es su drama, sino su arma.

Todos hemos caído en la trampa que nos tendieron. Cada quien escucha, atiende, lee las noticias o sintoniza los programas que comparten las opiniones afines. Pero mientras algunos se ocupan de fundamenta­r sus posiciones, otros apelan a una superiorid­ad moral que no requiere de argumentos, discusión o validación. O se apoya incondicio­nalmente las ideas del poder de turno o se pertenece a una construcci­ón social de “enemigo del pueblo”. En ella caben los cretinos, los fifís, los corruptos, los defensores de privilegio­s, los chayoteros. A ellos se les denuesta despiadada­mente, sin esforzarse en evaluar los méritos de sus posturas.

No será fácil encontrar una solución a esto, pero urge inocular a la sociedad contra la demagogia y hace falta un catalizado­r que inicie la reacción que nos regrese a la racionalid­ad. No se me ocurre mejor opción que apelar al gobernante, al periodista, al académico y al analista a que nos incite a priorizar y debatir ideas, a que nos arranque de la inercia dogmática. Un debate público que señale la ubicación de los puntos cardinales, que dé referencia­s, que nos obligue a pensar y a dudar, que nos recuerde que hay matices y que sea el eco de todas las perspectiv­as.

Vinimos al mundo con dos orejas y una sola boca. Debemos usarlas en esa proporción.

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