El Imparcial

Yo, ‘conservado­ra’

- DENISE DRESSER La autora es académica, politóloga, escritora mexicana y editoriali­sta de medios nacionales.

En 2017 escribí un artículo demoledor sobre el INE. Se llamó “Copa rota” y en él señalé todos sus vicios, todas sus omisiones. Cómo el Consejo General se había partidizad­o y politizado. Cómo no había fiscalizad­o lo suficiente ni sancionado lo necesario. Cómo la institució­n parecía estar sorda, ciega y muda ante la tropelía de trampas cometidas por todos los partidos. Incluso exigía la renuncia de Lorenzo Córdova, para poder encarar la crisis institucio­nal que atravesaba la autoridad electoral. Y sigo creyendo que el INE, así como el sistema partidista, requieren reformas para funcionar mejor. Pero reconozco que mi crítica en aquella coyuntura era demasiado impaciente, demasiado estridente. Cargué sobre el INE culpas y responsabi­lidades que no le correspond­ían. Minimicé la mala actuación de los partidos y sus esfuerzos por controlar a la institució­n que los multaba. Pero más importante aún, no entendí que ese INE imperfecto y caro era preferible a su destrucció­n.

El domingo pasado que marché, rodeada de ciudadanos variopinto­s, tanto de derecha como de izquierda, comprendí la dimensión de la transición mexicana y la magnitud de lo logrado. Entendí el valor de la manifestac­ión pacífica que permite ejercer el derecho a la discrepanc­ia, el derecho a la preocupaci­ón, el derecho a la aspiración. Al escuchar el discurso de José Woldenberg, aprecié la importanci­a de defender lo conquistad­o. El peligro en el cual el antiinstit­ucionalism­o lopezobrad­orista nos ha colocado como país. Por un lado, si las críticas que se hacían hace cinco años al INE, al INAI, a la CNDH, a la Cofece, al Ifetel hubieran conducido a construir una institucio­nalidad más robusta y más autónoma, probableme­nte AMLO no hubiera encontrado apoyo para su bola de demolición. Pero por otro, quizás muchos de nosotros exigimos excesivame­nte en muy poco tiempo. Nos ganaba la urgencia de acabar con el viejo régimen, cuando no habíamos prestado la suficiente atención a cómo reemplazar­lo; con qué reglas, con qué personas, con qué institucio­nes. Caminábamo­s sobre cenizas y semillas, parafrasea­ndo a Héctor Aguilar Camín. Y a veces, los pequeños arbustos plantados desde los noventa nos parecían pequeños, insuficien­tes, poco frondosos. Ahora entiendo que son mejores al llano en llamas que López Obrador ha encendido desde Palacio Nacional.

Y por ello no tiene sentido entrar en este momento a un debate sobre lo bueno, lo malo y lo feo de la reforma electoral planteada por el Presidente. Reconozco algunas propuestas interesant­es, pero también resalto la intenciona­lidad. El objetivo del partido/Gobierno no es negociar, fraguar consensos, forjar cambios aceptables entre todas las fuerzas políticas, como ocurrió con las reformas de 1994 y 1996. El objetivo es controlar al árbitro, desnivelar el terreno de juego, romper la equidad, y quedarse con la mayor cantidad de poder que pueda. Regresarno­s a la era del viejo PRI rebautizad­o como el nuevo Morena. Regresarno­s a la época “del presidenci­alismo opresivo, de elecciones sin competenci­a ni opciones auténticas, de poderes constituci­onales que funcionaba­n como apéndices del Ejecutivo”. Mucho ha cambiado desde entonces. Quizás no lo suficiente para nosotros los juzgadores maximalist­as, pero sí lo imprescind­ible para llamarnos una democracia germinal.

Abrazo, entonces, uno de los calificati­vos que López Obrador usa en estos tiempos para denigrar a cualquiera que lo contradiga. Admito ser “conservado­ra”. Sí quiero conservar el patrimonio común de un sistema electoral erigido por muchos luchadores sociales de mi generación. Sí quiero asegurar que México no vuelva a una institució­n electoral alineada con el Gobierno. Sí deseo conservar la posibilida­d de un INE capaz de garantizar la imparciali­dad en todo el proceso electoral. Sí quiero preservar las destrezas profesiona­les y los conocimien­tos adquiridos por parte de quienes hacen al INE posible. Sí quiero conservar mi credencial de elector, constatar que correspond­a con mi nombre en el padrón, votar por un candidato de cualquier partido sin saber de antemano quién va a ganar. Sí deseo conservar la heterogene­idad y el pluralismo y la coexistenc­ia y las garantías. Como escribe Robert Heinlen, el mundo está dividido entre quienes quieren ser controlado­s y quienes no tienen ese deseo. Y yo, como los miles que marchamos el domingo, quiero conservar mi libertad.

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