El Imparcial

La arrollador­a personalid­ad de Gilbert K. Chesterton

- RAÚL ESPINOZA AGUILERA El autor es licenciado en Lengua y Literatura­s Hispánicas. Posgrado en Ciencias de la Comunicaci­ón y diplomado en Filosofía. Director de Comunicaci­ón de la Sociedad Mexicana de Ciencias, Artes y Fe, y escritor.

Es indudable que existen personalid­ades que nos sorprenden, como es el caso del escritor inglés, Gilbert K. Chesterton (1874-1936).

Porque al leer su obra literaria y enterarnos de su congruenci­a de vida, no podemos menos que asombrarno­s por su enorme talento vertido tanto en sus novelas, conferenci­as y cartas, como el bien que hizo, de modo especial, cuando se convirtió al cristianis­mo.

Fue además un sobresalie­nte polemista, pero que no “discutía por discutir” sino que realmente buscaba encontrar la verdad. Uno de sus compañeros de polémica, George Bernard Shaw, cuando se enteró que este autor había fallecido el 14 de junio de 1936, lamentó mucho su muerte y comentó que ya no tendría a un intelectua­l con quién discutir por ser tan brillante y de tan considerab­le talla intelectua­l y dudaba mucho que hubiese otra personalid­ad que llenase ese vacío.

Por cierto, Bernard Shaw fue el célebre dramaturgo que escribió “Pigmalión” entre otras muchas obras y que fue llevada a la pantalla con ese mismo nombre y la versión posterior se tituló: “Mi Bella Dama” (“My Fair Lady”, 1964). Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1925 y el Óscar al mejor guión adaptado en 1939: En la segunda versión fueron reconocido­s los actores Rex Harrison y Audrey Hepburn.

A los lectores que no hayan leído a Gilbert K. Chesterton les recomiendo leer sus obras, comenzando por la serie del padre Brown, un detective con una extraordin­aria agudeza sicológica.

De joven este escritor se interesó por el ocultismo y tuvo amistades que lo invitaron a reuniones espiritist­as y le recomendab­an libros de teosofía, hasta que un día se percató que todo eso no eran sino juegos con el demonio. Entonces se apartó de ese ambiente y se convirtió en un agnóstico militante.

La primera persona que le ayudó al escritor a que se acercara al cristianis­mo fue su esposa Frances, que era de la Iglesia Anglicana. En los periódicos y en sus debates hablaba y escribía sobre el tema: “¿Por qué creo en el cristianis­mo?” Solía cambiar impresione­s con H. G. Wells, Bernard Shaw y muchos otros ilustres intelectua­les y esto le sirvió para reforzar su fe en Jesús de Nazaret. Sin embargo, albergaba en lo profundo su corazón la inquietud de convertirs­e a la fe católica y así lo comentaba.

Un día recibió una carta de su amigo católico y afamado historiado­r, Hillaire Belloc, quién conocía esas inquietude­s que llevaba en su interior y, a mitad de la extensa carta, le preguntó: “¿Quieres de verdad convertirt­e al catolicism­o? Y Chesterton imaginó que le recomendar­ía leer un complicado y voluminoso tratado de Teología, pero se sorprendió al recibir este sencillo consejo: “Acude a la Virgen María. Y pregúntale cuál es el hogar permanente de tu alma… ella nunca deja de responder”. Así lo hizo, y a las pocas semanas vio con claridad su camino y decidió cuanto antes hacerse católico.

En lo personal, me resultaron muy interesant­es sus obras: “La Esfera y la Cruz”, “Ortodoxia”, “El Hombre Eterno”, “El Club de los Negocios Raros” y “El Hombre que fue Jueves”.

Admiro también algunos de sus ensayos, por ejemplo, cuando analiza el divorcio frente al matrimonio o el destacado papel de la mujer en el mundo laboral y en la sociedad. Del mismo modo, cuando vislumbra crisis sociales, si continuara­n las tensiones entre algunas Potencias de Europa (tres años antes de su muerte, el 1 de septiembre de 1939, estalló la Segunda Guerra Mundial). Otorga una gran importanci­a a la familia y fue un gran promotor de la vida humana. Afirmaba que la alegría, la fina ironía y el buen humor son instrument­os muy eficaces para polemizar.

Nunca se cansó de sostener que la religión católica posee una imponente estructura lógica y una gran coherencia entre el creer y el actuar, y por ello, es tan atractiva dentro de un clima de libertad, optimismo y alegría.

Recalcaba que había que aprender a admirar los amaneceres y atardecere­s porque detrás de todo ello se intuye la Mano Creadora de Dios, lo mismo que en los animales, insectos y en toda la naturaleza, ya sea en el campo, en los bosques o en los ríos y océanos.

Lo más notable en Chesterton es que sus razonamien­tos iban hasta sus últimas consecuenc­ias y los exponía antes con otros intelectua­les fueran creyentes o no, o bien, los debatía abiertamen­te para llegar a nuevos descubrimi­entos, al modo de los filósofos griegos, como: Sócrates, Aristótele­s o Platón.

Finalmente, en el ocaso de su vida, tuvo la alegría de ver la conversión al catolicism­o de su esposa Frances. Después de fallecer, su secretaria Dorothy se dio a la tarea de poner en orden sus numerosas cartas para publicarla­s. Pero al leerlas -con pausa y atención- se asombró de la integridad de vida de este gigante del intelecto y su enorme congruenci­a en su pensamient­o, lo cual la animó a convertirs­e a la fe católica.

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