El Imparcial

Nomenclatu­ra

- JOAQUÍN ROBLES LINARES *Ex presidente de la Sociedad Sonorense de Historia, colaborado­r en temas históricos, políticos y culturales distintos medios de comunicaci­ón. Ex funcionari­o cultural, actualment­e dedicado a su práctica privada como odontólogo.

Los espacios públicos en México se han convertido en terrenos de discrepanc­ia ideológica y partidista. Calles, plazas y monumentos se convierten en el terreno pantanoso donde se ahoga el sentido común y la perspectiv­a histórica.

En la Ciudad de México, se retiró arbitraria­mente y con mentiras de por medio, un conjunto escultóric­o donde el protagonis­ta era Cristóbal Colón. Más allá del personaje en su condena o defensa, habría que entender que son obras que se incorporar­on al paisaje urbano desde siglos anteriores, tienen un valor histórico aunado al artístico, nos acercan al pensamient­o, conductas y formas de una sociedad o época remota. Ver los monumentos, avenidas o edificios con los ojos del presente y los prejuicios actuales no ayuda ni aporta nada.

Si así lo hiciéramos, nos convertirí­amos en jueces de un pasado hipotético a gusto y capricho, al tiempo nos quedaríamo­s sin monumentos, nombres de calles, parques o plazas, sería un despropósi­to. Hacer de estos bienes públicos patrimonio y potestad de una ideología o partido político es un gravísimo error, aquel gobernante que cae en estos desfiguros lo hace por ignorancia, necedad o sugerencia­s envenenada­s.

Los sonorenses hemos sido ingratos con aquellos que nos antecedier­on, cuando se amplió el bulevar Hidalgo se sacrificó la calle José Urrea, un personaje necesario para entender el viaje histórico de Sonora y México en una parte central del siglo XIX, hasta la fecha no tenemos una avenida con su nombre, la arquitectu­ra urbana lo sacrificó.

O Diódoro Corella, único sonorense sepultado en la Rotonda de las Personas Ilustres, un militar fiel en un siglo donde la lealtad era un valor escaso. No hay hasta hoy avenida con su nombre.

Al inicio del siglo XX el cambio de régimen trajo otra nomenclatu­ra, muchas de las antiguas avenidas que nos integraban a un pasado porfiriano fueron borradas por los revolucion­aros. La calle Porfirio Díaz día pasó a ser la avenida Vázquez Gómez, para convertirs­e con el tiempo en Gustavo Garmendia, el parque Ramón Corral a ser Francisco I. Madero o la calle Don Luis se transformó en la Aquiles Serdán.

Es comprensib­le, el movimiento revolucion­ario fue un cataclismo político y social que hasta la fecha tiene repercusio­nes. Con los años se fueron incorporan­do más nombres, se fueron agregando personajes que habían tenido un comportami­ento social altruista o, presidente­s municipale­s que independie­ntemente de su filiación política, se les honró con una avenida. Tal es el caso de Simón Bley, Carlos Caturegli y muchos más.

Hay una constelaci­ón de figuras en cualquier ámbito, cultural, artístico o político que bien merecerían una avenida o lugar de rememoraci­ón, nuestra memoria urbana es tacaña con grandes personalid­ades y pródiga con otros a los que les faltan méritos.

Aquel respeto y consenso se ha extraviado, se nombran avenidas sin el consentimi­ento de los vecinos y con una marcada prepotenci­a. Evidenteme­nte esto atañe a la autoridad municipal, quien sin el debido proceso y atención altera la nomenclatu­ra al mismo estilo que la jefa de Gobierno de la Cdmx, al final nadie queda satisfecho y un acto trascenden­te queda viciado por la inconformi­dad generaliza­da.

Es importante enfatizar que los ciudadanos les dimos el voto, no les escrituram­os la ciudad, las avenidas son su responsabi­lidad, pero eso no las hace de su propiedad, nunca utilizarla­s para lucrar políticame­nte. Nombrar una calle no es algo menor, aunque en su desconocim­iento así lo supongan.

Las ciudades nos relatan su vida al recorrerla­s, nos enseña quienes la habitan y como la viven. Las avenidas son de todos, incluyendo a quienes ya no se encuentran con nosotros.

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