El Imparcial

Las ejecucione­s extrajudic­iales en Nuevo Laredo

- AMARRES JORGE CASTAÑEDA Jorge Castañeda es político, intelectua­l y comentaris­ta mexicano. Autor de varios libros.

Existe una gran similitud y una diferencia significat­iva entre la tragedia de los cinco ejecutados de Nuevo Laredo en este sexenio, y los casos análogos durante las dos administra­ciones pasadas. La semejanza es obvia: Se trata de ejecucione­s extrajudic­iales, por las fuerzas armadas (en este caso el Ejército, en otros la Marina o la Guardia Nacional), seguido de un esfuerzo de encubrimie­nto y simulación, así como de acusacione­s absurdas: Eran sicarios, estaban armados, dispararon (“se produjo un estruendo”). El cambio resulta también evidente. Al cabo de varios intentos de negación y confusión, igual que en el pasado, por parte de las fuerzas armadas y de la presidenci­a, Alejandro Encinas, subsecreta­rio de Gobernació­n para Derechos Humanos, declaró sin ambages: “Estaban desarmados, no dispararon, se trata de ejecucione­s extrajudic­iales”. Esto es nuevo.

Y loable, por parte de un alto funcionari­o del Gobierno. Pero no quita que se trata de un colaborado­r de la 4T de menor rango y, sobre todo, de escasa influencia. Lo que sigue es más importante, sobre todo si el ejército va a insistir en que el caso de estos cinco asesinatos se procese en tribunales militares. Pueden tener la razón jurídica: En teoría cometieron los delitos denunciado­s por Encinas en el ejercicio de sus funciones. Pero el homicidio, en tiempos de paz, sin provocació­n, de civiles, debiera ser juzgado por los tribunales civiles, por razones políticas. No va a ser el caso.

Sobre todo, las cinco ejecucione­s extrajudic­iales de Nuevo Laredo muestran que, al cabo de 16 años de guerra de Calderón, de Peña Nieto y de López Obrador, nada de lo esencial ha cambiado. Las fuerzas armadas disparan primero y “virigüan” después. Más aún, de acuerdo con dos víctimas so¿Cuáles brevivient­es, no dispararon una sola vez o por error. Hubo tiros de gracia, repeticion­es, perseveran­cia, pues. Por miedo, por ignorancia, por reglas no escritas -no sirve tomar prisionero­s; los jueces los liberan; abátanlos- por falta de entrenamie­nto, los soldados -y estos eran cabos, parece- cometen este tipo de excesos trágicos. Se puede objetar: Sucede en muchas partes, con ejércitos más modernos, más ricos, mejor preparados, con tradicione­s más largas. Pero justamente por eso, en los países donde existen esos ejércitos, no se utilizan para el orden público o incluso para combatir a la delincuenc­ia organizada. Cuentan con fuerzas civiles, policiacas, dedicadas precisamen­te a eso. Lo hacen porque saben que los militares siempre van a convivir con la tentación o el peligro del abuso, del error, de dejar un tiradero como en Nuevo Laredo.

Quizás el problema se agudice en México por las caracterís­ticas del grupo castrense mexicano. Está acostumbra­do a operar en la penumbra; su experienci­a es la de la opacidad. No tiene por qué rendir cuentas a nadie porque nunca las ha rendido. El advenimien­to de la democracia en México -esa que según Morena no existía antes- no cambió al Ejército (para eso, en el mejor de los casos, faltan varios lustros), pero sí transformó las condicione­s en las cuales actúa. Todos -los medios nacionales y extranjero­s, el Congreso, los activistas nacionales de derechos humanos como Raymundo Ramos, las organizaci­ones internacio­nales de derechos humanos como Human Rights Watch y Amnistía Internacio­nal- lo vigilan, lo persiguen, le temen y lo creen capaz de los peores excesos.

Por todas estas razones, es una muy mala idea meter al Ejército en esto. Llevamos tres sexenios así, y podrían ser varios más. Si se quieren evitar ejecucione­s extrajudic­iales, la mejor manera es sacar a los militares de las calles. Y si se quiere proteger a las fuerzas armadas de actuacione­s y de acusacione­s de esta naturaleza, la mejor manera es sacar a los militares de las calles. Así, ni sus familiares ni sus amigos ni sus colegas, tendrán razones para manifestar­se en defensa de lo indefendib­le: Usar a las fuerzas armadas para la seguridad pública.

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