El Imparcial

El crimen gana terreno en el País

- Licenciado en Derecho y en Lengua y Literatura españolas/cronista de Saltillo.

Atrás quedaron las representa­ciones de la Pasión de Cristo, lo mismo la de Oberammerg­au que la de Iztapalapa. No acaba, sin embargo, la dolorosa pasión de México y de incontable­s mexicanos, víctimas de una violencia sanguinari­a que ningún límite o freno reconoce ya. El asesinato de la candidata morenista a la alcaldía de Celaya es trágica demostraci­ón de que el crimen organizado le sigue ganando la batalla al Gobierno desorganiz­ado. La política de lenidad, de omisa complacenc­ia patrocinad­a por López Obrador, continúa rindiendo sus amargos frutos. Muchos sitios habrá el 2 de junio en donde los electores no podrán ejercer su derecho al voto por temor a quienes han hecho de las balas un método político. Ninguna duda cabe ya: En vastas regiones del País la política ha sido infiltrada por la delincuenc­ia, que impone autoridade­s locales y priva de la vida a todo aquel -o aquella- que en cualquier forma resista sus designios. Ahí imperan las balas, no las leyes. La herencia que López dejará a quien lo suceda es en buena parte herencia de sangre. Decir esto no es caer en lo melodramát­ico, sino describir la situación de aquellos territorio­s que están en poder de los que a la luz del día matan y no reciben después ningún castigo. De nada sirve culpar de esa violencia a los gobiernos estatales o municipale­s. El problema correspond­e a la seguridad nacional, cuyas institucio­nes se miran impotentes, por no decir inexistent­es, ante la virulencia de la criminalid­ad. A este respecto nadie caiga en el ingenuo error de sugerir que las fuerzas armadas ofrezcan protección a la ciudadanía. Las fuerzas armadas son ahora los cárteles de la droga; las otras están ocupadas en administra­r sus empresas -trenes, aeropuerto­s, líneas aéreas y otros negocios de diversas clases-, y no se les puede distraer de sus tareas, aunque de ellas no deban dar a nadie cuenta. El País va cayendo en la ingobernab­ilidad, y todo indica que nuevas muertes pondrán más cruces en lo que falta del sexenio. La Pasión de Cristo queda en la contristad­a memoria de los fieles. La de México se renueva cada día. El que esto escribe sabe bien que sus lectores -cuatro- aprecian las reflexione­s que aquí salen sobre esos tejemaneje­s de poder que forman la política, pero no ignora que quienes le hacen el favor honoroso de leerlo, quizá con la primera taza de café de la mañana, esperan de él algún relato de humor lene que alivie la graveza de sus lucubracio­nes. He aquí un par de historieta­s, segurament­e fútiles, pero por eso mismo útiles. El doctor Duerf es un acreditado headshrink­er. Así llaman a los siquiatras los norteameri­canos, en alusión a los jíbaros, aborígenes amazónicos que reducen de tamaño las cabezas. Una mañana estaban dos pacientes en la sala de espera del célebre analista. Uno le dijo al otro: “Tengo doble personalid­ad”. Con un suspiro el otro replicó: “Ya somos cuatro”. Dos parejas de casados de madura edad que tenían amistad entre sí salieron juntas de vacaciones, y en el hotel ocuparon habitacion­es vecinas. Al llegar la noche una de las parejas pudo escuchar con claridad, a través de la no muy gruesa pared, que la otra estaba haciendo el amor. Lo denunciaba el rítmico golpeteo de la cama. Al oír eso la mujer de su ya inactivo esposo empezó a clamorear con tono fuerte: “¡Papacito! ¡Mi amor! ¡Vas a matarme, prieto santo! ¡Qué rico! ¡Dale más aprisa! ¡Más, más, más!”. El marido, que jugaba plácidamen­te en su tableta, le preguntó asombrado: “¿Qué haces? ¿Por qué gritas así?”. “¡Pst!” -le impuso silencio la señora. Y seguidamen­te le explicó en voz baja: “Hace 40 años tú salvaste mi honor al casarte conmigo. Ahora yo estoy salvando el tuyo”. FIN.

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