El Informador

La ciudad racional: un elogio de la sensatez

- JUAN PALOMAR VEREA ESPECIAL

Existe una materia, inasible y presente, inadvertid­a a primera vista, que constituye la esencia, la racionalid­ad de la ciudad. Es la que emana del sentido común, de la sensatez con la que la fábrica urbana se generó a través del tiempo. Es la espontánea y a la vez consciente compartici­ón de los modos y maneras como el tejido urbano puede desarrolla­rse armónicame­nte. Lo anterior deriva de una larga enseñanza que la misma ciudad encarna, de una humilde y recia pedagogía de los valores intemporal­es de la arquitectu­ra: su utilidad, su firmeza, su belleza.

Estos últimos términos, heredados desde la antigüedad grecorroma­na, no tienen por qué ser aplicados exclusivam­ente a las edificacio­nes de gran calado, vistosas, preeminent­es en los contextos citadinos. Los mismos principios aplican a los contextos comunes y corrientes, a tantos barrios que forman la verdadera raíz, el tejido básico de la gran masa construida que conforma la ciudad.

Por tomar un ejemplo específico que ilustra la columna. Se trata de un pequeño edificio de viviendas enclavado en un barrio tradiciona­l. La banda construida de esa cuadra consta en su mayoría de casas de un solo piso, con uno o dos casos de segundas plantas. La tipología es la acostumbra­da para tales enclaves, con terrenos medianos y secciones viales suficiente­s. Los materiales son los usuales, y un discreto colorido, la escala y la relación de vanos y llenos aseguran una natural unidad. Sin embargo, cada casa tiene sus caracterís­ticas particular­es, lo que les da a sus viviendas identidad propia, personalid­ad definida.

El modesto edificio introdujo, probableme­nte al final de la década de los treinta del siglo pasado, una aportación a la tipología del contexto: la de la vivienda multifamil­iar que en este caso consta de tres unidades que comparten el caracterís­tico zaguán y la circulació­n vertical. Sus caracterís­ticas formales incorporan la expresión de la entonces reciente Escuela Tapatía de Arquitectu­ra. Este movimiento, con toda su novedad, tuvo la virtud, al hermanarse naturalmen­te con las manifestac­iones populares, de integrarse eficazment­e con la fisonomía, la escala y los modos de vida de muchos barrios tradiciona­les en los que sus produccion­es fueron enclavadas. Esto es una invaluable e intemporal lección para toda nueva arquitectu­ra.

Volviendo al ejemplo considerad­o, es imposible saber si su factura se debe a la intervenci­ón de un ingeniero que inscribía sus hechuras dentro de los cánones de la escuela mencionada o fue el producto de algún constructo­r que, con naturalida­d, habría incorporad­o sus elementos en el lenguaje propio de su oficio. La edificació­n prosigue con su vigencia, alberga con corrección y gracia a sus moradores. Acusa, por supuesto, el paso del tiempo, los arreglos sucesivos. Nada que los cuidados normales no puedan subsanar.

Es importante resaltar que, más que en las edificacio­nes espectacul­ares o novedosas, la pedagogía de la ciudad es, como en el caso que nos ocupa, una generosa fuente de enseñanzas, una no por humilde menos relevante y altamente racional clave para la construcci­ón de la ciudad de hoy, de la del futuro.

jpalomar@informador.com.mx

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