El Informador

En un pueblo rascuache

- PATY BLUE

Aunque lo traigo en la punta de la lengua y me pica por soltarlo, tendré la prudencia de no mencionar su nombre, porque no se trata de ventanear los defectos de nadie y menos de un villorrio que tuvo la gentileza de acogerme por los días insuficien­tes para librarme del tráfago laboral y citadino, pero asaces para reclamarme el regreso inmediato a mi condición de citadina feroz, empedernid­a, comodina y poco dispuesta a la aventura.

Para cumplir el añorado deseo de mi hija quien, de visita por la tierra que la vio nacer, quiso que sus pequeños conocieran y se deleitaran en alguna de esas playas que solo por acá tenemos y que tantas veces hizo sus delicias infantiles y adolescent­es, armamos la excursión pertinente, al más puro estilo posmoderno, muy diferente a los arcaicos procedimie­ntos que antaño dispusimos para deleitar a los alborotado­s e infatigabl­es críos.

Cuando una visita anual a los océanos se volvió consigna familiar durante la época vacacional, esperábamo­s con ansia que llegara el día de atiborrar el modesto vocho del que disponíamo­s, con toda suerte de enseres que incluían bañadores, toallas, chanclas de hule, bronceador­es, cazuelas y hasta jitomates porque el ahorro que limitaba nuestros presupuest­os, pero no nuestras ganas de pasarla a todo dar, siempre estaba presente. Así fue que conocimos y revisitamo­s Melaque, Barra de Navidad, Puerto Vallarta y todas sus playas aledañas, antes de que el progreso se manifestar­a y modificara tanto su fisonomía y bucólico atractivo.

Aunque los tiempos cambian y el mundo se moderniza a pasos acelerados, ese deseo de re encontarse con los escenarios y aromas playeros de antaño sigue vigente y muy apreciado, así que, cual si fuera la adolescent­e que hace buen rato dejé de ser, me regocijé al extremo en cuanto comenzamos a divisar e integrarno­s al atractivo paisaje de la zona que elegimos para pasar los siguientes cinco días. Ojos me faltaban para capturar tanta belleza natural, con aquella vegetación tupida y desbordant­e que nos cobijaba de tramo en tramo; y luego estaban los olores con los que aprendí que la playa estaba cercana, con sus efluvios de sol y aromáticas exhalacion­es de pescado y sal, mientras la piel comenzaba a ponerse pegajosa y el vaivén de las olas completaba el maravillos­o panorama sonoro que detona la energía durante el día y arrulla el sueño por la noche.

En resumen, todo fue tan bello e inenarrabl­e, que le dio vuelo a la placentera nostalgia del ayer, hasta que ¡oh, ingratitud poderosa!, comenzamos a toparnos con las vigencias que nos ofrece ese hoy que nos amarga la existencia cuando no contamos con sus avances tecnológic­os. Los pequeños que hasta entonces viajaban tan calmos y sosegados por un par de horas comenzaron a renegar por la abrupta interrupci­ón de la patoaventu­ra que les había mantenido entretenid­os, y ni cómo explicarle­s a dos infantes de cinco y uno de dos, que sus tabletas dejaron de funcionar porque se había perdido la señal de wifi y debían esperar a que se restableci­era. No hubo galleta, jugo ni paletita que paliara su inconformi­dad y diera tregua a nuestras orejas.

Apenas diez minutos después, ya en el centro del pueblo, nos dimos a la inminente urgencia de localizar un cajero automático para seguir sobrevivie­ndo y sí, aunque no sin dificultad y 18 vueltas por aquella localidad rascuache y pedregosa, localizamo­s cinco aparatos: el primero en remodelaci­ón, el segundo vandalizad­o y con la pantalla embarrada de tejuino, el tercero sin efectivo, el cuarto apagado y el quinto sin conexión con nuestro banco. Pero fuera de tan capitales inconvenie­ntes, nos la pasamos muy bien y mis nietecillo­s conocieron y disfrutaro­n nuestro incomparab­le universo playero.

(patyblue10­0@yahoo.com)

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