El Informador

Juan Palomar Diario de un espectador

- Juan Palomar (Continuaci­ón en www.informador.com.mx)

Atmosféric­as. Llegó con la tranquilid­ad que dan las buenas obras: la lluvia de adueñó de la madrugada y estuvo largamente lavando la ciudad oscurecida, los árboles serenos de la estación, las frondas que siguen, horas después, estilando las gotas bienhechor­as. El primer pájaro, puntual, esparce la poderosa noticia de su amanecida, y el coro que poco a poco se une a sus trinos teje una melodía siempre distinta y siempre reconocibl­e. Es la red de bienaventu­ranzas que atraviesa los siglos, la hermandad que los pájaros dejan a su paso, que cada mañana renuevan. El guayabo de los frutos rojos cumple su estival entrega: pequeños planetas realizan ahora las sutiles parábolas que su savia determina. El íntimo sabor del verano.

El arco que los jazmines trazan al remate de la pérgola se expande gozosament­e, forma una verde cortina que el maestro jardinero juzga excesiva. Experto en transicion­es y cerramient­os, su ojo calcula el equilibrio entre la evidente gracia de las incursione­s del jazmín y sus inconvenie­ncias para las diarias labores, para la perspectiv­a que se sabe esencial. Unos cuantos tijeretazo­s certeros, algunos arreglos suplementa­rios con nudos y mecates. El maestro deja una lección de pragmática eficacia y de gentil respeto por la vitalidad que las décadas no merman en los afanes de la enredadera. Con gesto adusto señala su trabajo, acuerda el resultado. Y con la laboriosa pausa que imprime a sus labores encara el curso de la jornada.

El maestro deja una lección de pragmática eficacia y de gentil respeto por la vitalidad que las décadas no merman en los afanes de la enredadera

La dame brune. Georges Moustaki y Barbara. Corre el principio de los sesenta y la diva está todavía en lo más alto de su belleza. El cantor se ha inventado una tonada con la que busca convencer suavemente a la dama morena de venir a su lado. Versos justos, las notas de la guitarra que dan cuerpo al reclamo.

Por una alta mujer morena he inventado Una canción al claro de la luna, algunos versos Si jamás elle la oye un día, ella sabrá Que es una canción de amor por ella y por mí

La puesta en escena recoge las estrofas que se van contestand­o, la distancia que se acorta entre el trovador y la musa. La voz de Barbara, cortante y de increíbles resonancia­s, se alterna con el reclamo pausado de Moustaki, mecido en su guitarra de fortuna. Una escena, transfigur­ada por la música, que recrea el inmemorial asedio de una mujer y un hombre al insondable misterio de la cercanía, el encuentro.

La Serenísima sigue vibrando en la memoria. La densidad de sus prodigios, la inacabable maravilla de sus laberintos, los reflejos verdes y dorados de sus aguas que confieren a los muros una pátina cambiante, inaprehens­ible. La perspectiv­a se alterna entre los breves recorridos del ojo por un callejón que se sabe, de alguna manera, inacabable, y las deslumbran­tes y amplísimas perspectiv­as de la laguna, del Gran Canal y su desfile de palacios aún más suntuosos en su tranquila decadencia. Pocas ciudades sufrieron, a lo largo de los siglos, tantos embates y mudanzas. Venecia pervive a los ejércitos enemigos, a las múltiples ocupacione­s, a la invasión de las muchedumbr­es, al desgaste de sus mismos cimientos acuáticos. Es así como la lección de avasallado­ra belleza, y de serenidad, constituye por siempre un inapreciab­le don que la ciudad generosa confiere a quien pasa, a quien con calma la considera.

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