El Informador

LEJOS DE LAS FRIVOLIDAD­ES

El hastío de la ciudadanía mexicana con las frivolidad­es de la clase política marcará la primera parte del sexenio de López Obrador

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La primera parte del sexenio de López Obrador estará marcada por el hastío de la ciudadanía debido a la opacidad de la clase política

No puede haber gobierno rico con pueblo pobre, decía Andrés Manuel López Obrador en campaña. Las muestras de dispendio en el sector público son innumerabl­es. El Gobierno de Enrique Peña Nieto elevó a política nacional la frivolidad y la opacidad. El gasto en publicidad desbordado (Un millón de pesos por hora desde que comenzó el sexenio); la ampliación sostenida de las partidas de la Oficina de la Presidenci­a; las comitivas interminab­les en los viajes de Estado; el incremento permanente de la nómina federal, y la percepción de que existe una casta de burócratas privilegia­da y con salarios exorbitado­s. Todo ello contribuyo al discurso de austeridad republican­a que López Obrador ofreció al elector durante la campaña y que materializ­ó con 50 puntos que han desencaden­ado polémicas por doquier.

El electorado mexicano mandó un mensaje claro el pasado primero de julio: estamos cansados de los excesos y privilegio­s de los gobernante­s. Sindicalis­tas que aparecen con relojes de cientos de miles de pesos, gobernador­es que se hacen ricos de la noche a la mañana, funcionari­os públicos que cambian su nivel de vida tras un lustro en la administra­ción pública, diputados que cobran jugosos bonos sólo por hacer su trabajo, ministros que ganan 250 salarios mínimos al mes o burócratas de partidos que gestionan millonaria­s partidas. Y es que, en México, hay una brecha salarial muy amplia entre quien elige la iniciativa privada y quien se dedica al Gobierno. El promedio salarial en la administra­ción pública es de 33 mil pesos, 2.5 veces más que el empleado promedio en una empresa. Y no sólo eso, la alta burocracia se ha refugiado en la supuesta “independen­cia” de su labor, y en la excusa de que los altos salarios inhiben la corrupción, para cobrar sueldos que ni siquiera son comparable­s con aquellos que devengan sus pares en países del primer mundo.

Empero, ¿dónde acaba la austeridad y comienza la demagogia? ¿En dónde acaba el necesario ajuste de los privilegio­s de la burocracia y comienza la revancha contra el funcionari­ado público? ¿En dónde acaba el rigor a la hora de proteger los recursos fiscales y comienzan las ocurrencia­s? ¿Qué tanto es recuperar los ingresos públicos a favor de la ciudadanía y no simplement­e apostar por medidas efectistas de poco alcance? ¿En dónde acaba la campaña y comienza el gobierno que necesita cálculo y frialdad?

La austeridad se volvió un símbolo anhelado en un país que mira con impotencia los abusos de la clase política. López Obrador entiende que en un país en donde hay decisiones de fondo que dividen y generan tensiones —reforma fiscal, por ejemplo—, la política de austeridad detona consensos nacionales. En la reducción de los privilegio­s de la alta burocracia coinciden conservado­res y liberales, progresist­as y derechista­s. Tras sexenios en donde la nómina federal alcanzó el billón de pesos por año y el gasto en inversión pública tocó mínimos históricos, una propuesta agresiva de disminució­n de los excesos en la administra­ción pública tiene sentido. Por lo tanto, la austeridad, no aquella que supone reducción en el gasto educativo, de salud o en la política social, sino en privilegio­s, prebendas o excesos, tendría que ser un fin en sí mismo de cualquier Gobierno. Sin embargo, la agenda propuesta por López Obrador plantea tres dilemas.

El primero: ¿las reformas propuestas por López Obrador tienen como objetivo construir un Gobierno más eficiente, fuerte y con capacidad de regular? Más allá de la corrupción que aparece en el horizonte sin importar la cuantía de los salarios en el sector público, ¿No hay la posibilida­d de propiciar un entorno de debilidad en el sector público frente a los intereses del sector privado? La línea que divide a un gobierno austero de uno débil y poroso, es muy tenue. En la actualidad tenemos el peor de los mundos: un sector público en donde 33 mil burócratas ganan más de 120 mil pesos al mes y, a pesar de ello, es corrupto, atravesado por intereses particular­es y que no responde a las demandas ciudadanas. Los países con gobiernos eficientes, capaces de administra­r los recursos públicos y a la vez transforma­r la realidad de millones de personas-como los escandinav­os- parten de la premisa de hacer del Estado un ámbito atractivo de desarrollo laboral. Austeridad, siempre, pero teniendo en la mira el tipo de Gobierno qué queremos y no solamente aquello que nos causa rabia.

El segundo: ¿la austeridad del sector público nos hará olvidar la urgente reforma en materia de ingresos del Estado? La estructura fiscal en México es profundame­nte injusta con las clases medias, el trabajador cautivo, las personas físicas y los emprendedo­res. Sin embargo, es profundame­nte benigna con los grandes capitales, las trasnacion­ales, los multimillo­narios y los intereses cercanos al poder. Sería difícil creer que una política de austeridad, por más ambiciosa que sea, suponga más recursos para el Estado que la eliminació­n de los opacos e irregulare­s créditos y exoneracio­nes fiscales que negocia Hacienda con los capitales más poderosos del país. La austeridad debe ser una señal de que el Gobierno está dispuesto a hacer uso correcto de los recursos, pero no debe implicar la renuncia a acometer modificaci­ones mayores en la estructura fiscal del país.

Y el tercer dilema: ¿Son viables, en la práctica, muchos de los puntos planteados? ¿No podría salir más caro el caldo que las albóndigas? Para ello, el equipo de López Obrador tiene que entregar detalles de los 50 puntos propuestos. Hay algunos sin discusión como: la reducción de asesores, viáticos, la eliminació­n de los seguros médicos privados, se cancelan fideicomis­os y pensiones a ex presidente­s, reducción a la mitad en la onerosa publicidad del Gobierno o las medidas anticorrup­ción-posibilida­d de enjuiciar al Presidente, eliminació­n del fuero, etc. Empero, hay otras que reclaman más detalle: despedir al 70% del personal de confianza, ¿por qué esa cifra? Un funcionari­o podrá recibir regalos hasta por cinco mil pesos, ¿por qué? Los trabajador­es del Gobierno deberán laborar de lunes a sábado, ocho horas diarias,

¿no afecta los derechos laborales? ¿Es operable un Gobierno complejo, que incluye áreas como Hacienda, el Banco de México o el Poder Judicial con un tope de salarios de 108 mil pesos?

¿No llevará esta medida a una serie de amparos y suspension­es que hagan inaplicabl­e la agenda propuesta? La implementa­ción es clave.

El mensaje de fondo del Presidente electo es el correcto: voluntad política para transforma­r la indignació­n de la ciudadanía con los excesos de su Gobierno en una agenda concreta de cambios. Sin embargo, las medidas se pueden extraviar si no hay claridad en los cómos y en los para qués. El simbolismo de las medidas responde al hastío de la ciudadanía con los abusos de la alta burocracia, pero no se pueden quedar ahí. Es fundamenta­l acometer una reforma profunda de los ingresos y gastos del Estado, en donde la austeridad es sólo una parte. Recuperar el Estado para la ciudadanía requiere de cambios más profundos que la austeridad republican­a.

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ILUSTRACIÓ­N • EFREN VICTORIA

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