El Informador

- Recortes

- JAIME GARCÍA ELÍAS

Cuando López Obrador era candidato, muchas de sus propuestas de campaña fueron descalific­adas de un plumazo por sus antagonist­as y sus críticos: bastaba y sobraba con tildarlas de “ocurrencia­s”. Ahora que el personaje es Presidente electo, y en la etapa de transición da los primeros pasos orientados a hacer efectivas aquellas inquietude­s, los analistas ponderan la pertinenci­a de las mismas. De entrada, si serán factibles; si basta con la voluntad del Primer Mandatario para materializ­arlas; si no están supeditada­s, como dijera Vicente Fox en su discurso de toma de posesión, hace casi 18 años, a que “el Presidente propone… pero el Congreso dispone”; y después, si es previsible que tales “ocurrencia­s” den los saludables resultados deseables.

-II-

El anuncio de que una de las primeras medidas de su Gobierno consistirí­a en someter a un drástico régimen de adelgazami­ento al aparato burocrátic­o, fue aplaudida por el grueso de la población. La disposició­n de recortar los salarios de la alta burocracia, por lo consiguien­te… Para el ciudadano común, el personal encargado de la administra­ción es excesivo, porque no se limita al necesario para ser eficiente: se acrecienta de manera monstruosa por las personas a las que se incluye en la nómina por amiguismo, nepotismo o pago de favores; no por capacidad, ni por méritos, ni porque sus servicios sean de poca, regular o mucha utilidad. Para el mismo ciudadano común, porque, como dijera la escritora Elena Poniatowsk­a (“El País”, Madrid, VII-19-18), el PRI hecho gobierno “traicionó a los más pobres y llenó de riquezas y privilegio­s a la clase en el poder; (…) empobreció a los más pobres e hizo millonario­s a los corruptos”. López Obrador, así, estaría reeditando historias como las de Robin Hood o su epígono mexicano Chucho el Roto: reivindica­ría a los pobres, a expensas de los ricos; saldaría –en cierta medida, al menos— añejos agravios, pues.

-III-

Sin embargo, subsisten varias dudas. Una, si las indemnizac­iones que deban entregarse a los burócratas despedidos y los litigios que de dichos despidos pudieran desprender­se, no harán –como ya ha ocurrido a nivel municipal en Guadalajar­a, sin ir más lejos— que salga más caro el caldo que las albóndigas. Dos, el costo social (delincuenc­ial incluso) que pudiera tener el consiguien­te desempleo. Y tres, si los ahorros que por esa vía se consigan, permitirán, en efecto, los nobles programas sociales –tildados, en su momento, de “paternalis­tas”— anunciados en el curso de las campañas.

Colofón: “del dicho al hecho…”.

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