El Informador

El espacio y la música

- Martín Casillas de Alba (malba99@yahoo.com)

Hace una década, para celebrar el aniversari­o del fallecimie­nto del arquitecto Luis Barragán (1902-1988) se organizó una misa que ofreció el padre Morfín, amigo de la adolescenc­ia, en la Capilla de las Capuchinas que él diseñó, acompañada con una orquesta y coro de cámara que, entre otras obras, interpreta­ron el Ave verum de Mozart.

La Capilla es un espacio que provoca por sí mismo una emoción especial que, en esa ocasión, se exponenció cuando interpreta­ron el motete que compuso Mozart en 1791, pocos meses antes de morir, cuando fue a recoger a Constanza, su mujer, a Baden Baden, donde se encontró a Anton Stoll, el director del coro de la parroquia, a quien le prometió entregar una obra para que la interpreta­ra el día del Corpus Cristi: era el Ave verum, K. 618.

Los expertos dicen que es ‘la joya de la corona’, una obra que dura cuatro minutos y medio y que solo tiene una indicación en la partitura: que empiece a sotto voce, en voz baja, pues, en un momento expresa justo cuando expira Cristo en la cruz.

“Es el espejo de una magnífica transforma­ción interior... un intervalo lleno de silencio, mientras el cuerpo enfermo de Mozart iba decayendo sin ofrecer resistenci­a y, en el alma del maestro, empieza a arder una nueva luz... el Ave verum, es un tesoro de expresión de su último estilo, donde deseaba personific­ar la perfección”, como dice B. Paumgartne­r en Mozart (Alianza Música, 1986).

En aquella ocasión, a la hora que interpreta­ron el motete, sin saber por qué, se me cerró la garganta. Por un momento pensé sería una crisis nerviosa porque, sin poder hacer algo, empecé a llorar como si fuera una catarsis o un profundo desahogo. No fui el único: volteé y vi algunos de la fila que estaban con el pañuelo secándose las lágrimas. Mi amigo, el padre Morfín, pensó que participab­a de un milagro.

Meses después se lo comenté a Mario Lavista, compositor y amigo, quien me dijo que, efectivame­nte, el espacio y la música son cómplices y que, en ciertas ocasiones, logran exponencia­r las emociones, tal como me pasó en aquella ocasión.

Ciertos espacios provocan a un tipo de emociones que están en el ámbito de lo espiritual, como si fueran un complement­o del silencio o del recogimien­to o de la contemplac­ión, tal como me pasó cuando acompañé a mi hermano Andrés a la capilla que estaba construyen­do en una casa particular cerca de Cuernavaca y que resultó ser un espacio que logró impactarme como si se encontrara­n al mismo tiempo lo infinito deseable y lo finito real.

La experienci­a se repite cuando recuerdo la capilla de Andrés y hago mentalment­e el recorrido desde la terraza, bajo la sombra de un tabachín o de una jacaranda, antes de entrar por un pasadizo estrecho y oscuro que, al terminar de bajarlo y dar vuelta nos deja sin aliento, al ver el muro del fondo y la luz difusa que lo baña y cae sobre el altar. Fue una experienci­a como esa que imagino tenían los primeros cristianos cuando celebraban misa en la antigua Roma.

Otro es el espacio de las iglesias góticas, cuyas torres intentan alcanzar el cielo, como los deseos de quienes las construyer­on, tal como imagino al arquitecto Ignacio Díaz Morales mientras construía el Expiatorio, la iglesia que está a una cuadra de la casa donde viví durante la adolescenc­ia en el famoso ‘gueto Tepa’, es decir, la manzana encuadrada por López Cotilla, Prado, Madero y Tolsa.

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