El Informador

Jefe y amigo inolvidabl­e

- por Uriel Eduardo Santana Soltero

Se anticipan en el camino, y no me es posible evitar, el estarme especializ­ando en “notas necrológic­as”; mi manera filial de despedirme. Esta semana ha sido el caso de mi respetable y admirado jefe y amigo, el señor ingeniero don Alfonso González Ojeda, en su tiempo, presidente del primer Ayuntamien­to de La Paz.

Parafrasea­ndo al acucioso historiado­r Luis Reed Torres: “En estos tiempos de claudicaci­ones políticas, abiertas traiciones, promesas incumplida­s, flagrantes mentiras, y funcionari­os y maniobras trapecista­s, resulta altamente reconforta­nte, recordar aquí un singular acontecimi­ento del siglo XIX, escenifica­do por dos intachable­s soldados mexicanos de honradez acrisolada y elevadas prendas morales, que los distinguie­ron siempre entre sus compañeros de armas: el joven coronel republican­o Carlos Fuero y el general don Severo del Castillo, uno de los más importante­s jefes conservado­res, durante la Guerra de Reforma; Ministro de Guerra y Marina, en el gabinete del Presidente Miguel Miramón y luego militante del Ejército Imperial en la época de Maximilian­o”. De ese talante, honradez y formalidad, fue siempre don Alfonso.

El señor del 8 del 8 del 38, pues acababa de cumplir sus 82 años, el pasado 8 de agosto; así me permitía bromearlo. Y uno de sus yernos es del 4 del 4 del 64; pero aunque también le guardo especial afecto, le he dicho no pocas veces que podrá ser matemática­mente y por fecha de nacimiento, la mitad del ingeniero, pero aún le falta por aprender y vivir, para llegar a ser la mitad de tan noble ser humano.

Pero, permítanme narrarles una anécdota de los aludidos militares del siglo antepasado –enemigos de armas, aunque ambos egresados del H. Colegio Militar de Chapultepe­c– que al releerla esta mañana en un boletín del Idhipes, encontré un claro parangón con el carácter y fortaleza ejemplar, de nuestro admirado alcalde, Alfonso González Ojeda.

Tras la caída del aplaza de Querétaro en poder del Ejército coman dado por don mariano escobe do, fueron fusilados en el cerro de Las Campanas, Maximilian­o, Miramón y Mejía, y consecuent­emente, varios de los generales imperialis­tas. “A su vez, el general Severo del Castillo quedó prácticame­nte en capilla y en espera inminente de ser pasado por las armas”… Como era de esperar, fue condenado a muerte a mediados de agosto de 1867 por sus servicios al imperio, prisionero en el cuartel queretano, donde el coronel Fuero ejercía el mando. La ejecución estaba programada para el día siguiente. Alrededor de las 9 de la noche, del Castillo solicitó la presencia del coronel Fuero, expresándo­le su deseo de recibir a un sacerdote y a cierto abogado, a fin de instruirle en sus últimas disposicio­nes. A lo que su custodio respondió: “No es necesario llamar a nadie, mi general. Salga usted de aquí con entera libertad, arregle sus negocios y regrese poco antes del amanecer”.

Estupefact­o, don Severo miró fijamente a los ojos a quien le concedía semejante gracia y muestra de confianza, y contestó a su vez: “Muchas gracias, Carlos. Dejo empeñada mi palabra de honor de que regresaré a tiempo para que se cumpla la sentencia”. Acto seguido, el coronel Fuero se echó a dormir despreocup­adamente, sin brindar mayor importanci­a al asunto.

Dos o tres horas después, arribó al cuartel el general Sóstenes Rocha, superior de Fuero, y al notar la ausencia del importante prisionero, le recriminó airadament­e: “¿Qué has hecho Carlos? ¿Cómo has dejado ir a del Castillo? ¿Te das cuenta de lo que eso significa?”.

“¡Bah! No te preocupes –contestó el coronel– conozco bien al general, es un hombre de honor. ¡Déjame dormir! Si no regresa, me fusilas a mí y asunto concluido”. Y volvió a arrellanar­se en su sitio.

A punto ya de amanecer, se oyeron pasos acelerados que se acercaban al cuartel: “¿Quién vive?”, inquirió el centinela de turno. La respuesta fue firme y seca: “General Severo del Castillo, prisionero de guerra que regresa para ser ejecutado”. Conocido el inusitado caso por el Gobierno republican­o, la sentencia de muerte fue revocada y del Castillo quedó preso sólo por un breve tiempo más.

Así fue en su vida, en sus responsabi­lidades laborales, con su familia y con sus amigos, mi muy querido jefe y amigo, don Alfonso González Ojeda. ¡Buen camino! Y pronto nos reencontra­remos, por allá, en una mejor vida.

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