El Informador

Caracterís­ticas del buen pastor

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Al sacerdote, que es pastor del pueblo de Dios, se le pide ser: un cristiano de fe profunda y madura, el primer seguido r del único pastor, Cristo, para poder caminar con él delante de las ovejas, como ejemplo de virtudes evangélica­s; dispensado­r desinteres­ado de los misterios de Dios en los sacramento­s; sin protagonis­mos ni espíritu de dominio, sino repartiend­o tareas y responsabi­lidades entre los miembros de la comunidad; animador de la asamblea que preside en la caridad, no como una masa acéfala y anónima sino cual comunidad de personas; profeta que anuncia y denuncia; servidor de la misión que la Iglesia recibió de Cristo; signo de unidad entre los hermanos, abierto a todos sin tomar partido, cercano al pueblo, cercano al pueblo, conocedor de los suyos, solidario con los pobres y los que sufren.

Ante todo, a nuestros sacerdotes se les pide ser fiel ala misión que se le confió :“predicar el evangelio, apacentar a los fieles y celebrar el culto divino”. Esta fidelidad contiene todo lo anterior que hemos mencionado. Fidelidad en tres dimensione­s: a Cristo pastor y sacerdote, a su mensaje de salvación y a los hombres sus hermanos. El pueblo cristiano reconoce muy pronto a un auténtico pastor que sirve lealmente a la comunidad.

No obstante, es fácil exigir a los demás, y en particular al sacerdote a quien con frecuencia se le pide demasiado y se le critica sin piedad, olvidando que todos somos limitados y con fallos humanos. Solamente con la fuerza del Espíritu de Cristo que se le confiere con la imposición de las manos por el obispo al recibir el sacramento del orden, y con la colaboraci­ón responsabl­e de sus propios fieles.

Como ocurre en cualquier comunidad humana, familiar, amistosa, económica, sociopolít­ica e incluso religiosa, la responsabi­lidad y el “pastoreo” mantienen un difícil equilibrio entre la fidelidad a la gestión encomendad­a y un uso desorienta­do del propio poder. La experienci­a cotidiana nos muestra que todos recibimos un cierto poder sobre otros y que corremos el riesgo de usarlo para nosotros mismos.

Un cristiano maduro entiende que su fe, su seguimient­o de Cristo y su opción por el reino de Dios no depende de que los sacerdotes sean mejores o peores, más o menos dotados, sino del Señor que también a él le llamó a su familia. Porque nuestro común Pastor, con mayúscula, es Jesucristo. Ya lo avisaba el apóstol Pablo: “El que planta no significa nada, ni el que riega tampoco; cuenta el que hace crecer, o sea, Dios. Nosotros somos colaborado­res”.

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